Por Víctor Beltri
Unos y otros
La historia, en su momento, pone a cada personaje en su lugar. Los últimos tres sexenios —sin duda alguna— fueron lamentables, aunque ahora los recordemos con nostalgia: Vicente Fox, a pesar del bono democrático, no pudo consolidar el cambio que esperaba; Felipe Calderón, tras llegar al poder, tampoco lo pudo hacer en cuanto vinculó sus virtudes a la violencia del Estado. Enrique Peña Nieto no fue capaz de entender su lugar en la historia y —en cuanto llegó a la presidencia— dejó la puerta abierta para la corrupción, indiscriminada, de sus subordinados.
Un sistema podrido. Un sistema que, entonces, no queríamos: un sistema que —ahora— es más nocivo que nunca. Un sistema que impregnó, de sus vicios, a las administraciones posteriores; un sistema que, sin embargo, hoy sigue prevalente. Nadie quería para el país lo que vivimos en las administraciones pasadas: nadie quiere —menos aún— la realidad que vivimos ante una pandemia que no cede, y que —sin lugar a dudas— se alarga indefinidamente.
Una realidad, además, correspondiente a un país dividido. Un país que, después de las luchas intestinas que ha enfrentado, tendría —sin duda— derecho a un futuro mejor. México es un país que ha salido de cualquier eventualidad, y cuyo ejemplo de resiliencia ha sido ejemplo para el mundo entero. Un país que está dispuesto, todavía, a las malas noticias: un país dispuesto, al menos, a treinta años más de atraso.
Treinta años —al menos— de retraso, cuando existen miles de mujeres en una situación indefensa, ante las que el Estado no ha sido capaz de brindarles ayuda: treinta años de sofismas, treinta años de falacias. Treinta años de mujeres en riesgo por el Estado, treinta años de desvelo por sus nuevas posturas. Treinta años de desvelos, treinta años sin argumentos; treinta años de posturas sin descalabros, treinta años, también, sin mayores cuestionamientos de aquellos a quienes hacía falta.
¿Quiénes hacen falta en México? La historia, en su momento, pone a cada personaje en su lugar: en nuestro país, como en toda Latinoamérica, quienes toman las decisiones se explican por sí mismos. En México, no sólo hacen falta los intelectuales, sino los jóvenes que habrán de tomar su lugar: ¿quién habrá de reemplazarlos, tras un amor partido? ¿Qué nos hace falta? ¿Qué necesitamos que suceda, para salir adelante?
¿Qué necesitamos para ponernos de acuerdo? Treinta años en sintonía con las protestas, treinta años de desvelos como postura de Estado, treinta años sin argumentos, pero —también— treinta años de posturas sin descalabros, sin mayores cuestionamientos que aquellos a quienes hacía falta la presencia inmediata de las autoridades. Treinta años sin dogmas religiosos oficiales.
Treinta años —si no es que más— evitando lo peor de nuestra sociedad. La paciencia de nuestra sociedad, y la de nuestros empresarios, no es suficiente ante la inmovilidad del Estado. Menos, aún, de un Estado oficialista: las acciones tomadas por quienes tendrían que defendernos no son suficientes, y lo que está en compromiso involucra mucho más que los poderes temporales. México enfrenta una crisis institucional, basada en nuestras divisas antes que en nuestras capacidades: ¿qué pasará cuando el petróleo termine por desplomarse?
México es mucho más que eso: la división forzada con los poderes estatales lo es, mucho más. La balanza institucional no ha cedido frente a los poderes locales, y la perspectiva nacional —a pesar de ser tan difusa— se inclina hacia la protección de las empresas y los compromisos internacionales adquiridos con anterioridad. Quienes apoyan a nuestro país no paran en mientes: los enemigos de México tratan de sacar a Jalisco de la escena internacional.
Unos y otros, en pleno 2020. Unos, defendiendo modelos del pasado; otros tantos, luchando por un país —aparentemente— anacrónico. Jalisco, sin dudarlo, nunca pierde. Y cuando pierde, veremos, arrebata.