Por Leo Zuckermann
Ayotzinapa, seis años después
El tiempo vuela. Lugar común chocante, pero veraz. Lo uso para recordar que se está cumpliendo un sexenio de la desaparición, en Iguala, de 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa en Guerrero. Un hito en la historia del sexenio del presidente Peña Nieto. Ese gobierno ya no fue el mismo después de ese terrible evento. Hoy, seis años después, seguimos sin saber cuál fue el desenlace de los normalistas. La llamada “verdad histórica” ya no es ni verdad ni histórica. Las investigaciones continúan. Los muchachos siguen oficialmente desaparecidos. La herida social permanece abierta. Las protestas se eternizan.
Regreso a ver mis notas de hace seis años. Ya desde entonces sentía una gran rabia. El coraje de ver cómo, entre más se investigaba, más mierda salía. Utilicé precisamente esta palabra altisonante en una de mis columnas. Pedí perdón a mis lectores justificando que, a veces, los columnistas teníamos que sacar nuestro enojo de alguna manera. Hoy vuelvo a disculparme. Sí: la mierda de un Estado incapaz de encontrar a los desaparecidos y hacerles justicia a sus familiares.
Decía desde entonces que nos debíamos de poner en los zapatos de los 43 padres de familia quienes, desde el primer día, buscaron incansablemente a sus hijos desaparecidos.
Me imaginaba, por una parte, su angustia entre más tiempo pasaba: la sospecha de que sus seres queridos estaban muertos. Que los habían asesinado, torturado y quemado en una fosa común como perros callejeros. Pero, también, la esperanza que abrigaban de que, por un milagro, los encontraran vivos.
Había un tercer escenario, el peor de todos: el de la duda eterna: que nunca aparecieran y se supiera la verdad. Bueno, pues aquí seguimos, seis años después en el peor de los escenarios posibles.
Como padre de familia, hace seis años me ponía en los zapatos de los progenitores de los desaparecidos y sentía rabia por saber que había sido la policía municipal la que, sin previo aviso, les disparó ese 26 de septiembre de 2014 a los alumnos de la Normal de Ayotzinapa. Estaban boteando, pidiendo dinero, para venirse a la Ciudad de México a conmemorar un dos de octubre que no se olvida. Ese día, seis personas terminaron muertas. Al normalista Julio César Fuentes Mondragón lo encontrarían torturado, asesinado, sin ojos y con el rostro desollado.
Imaginé a esos padres cuando se enteraron de esta historia. El miedo que a sus hijos les hubiera pasado lo mismo.
O el coraje con el Ejército porque, de acuerdo con Yaiza Santos, corresponsal en México del periódico ABC de España, existía un testimonio que involucraba en el caso a las Fuerzas Armadas. Ese día, cuando comenzó la balacera, “los muchachos se dispersan e intentan esconderse en distintas casas. Hay un herido grave, hoy con muerte cerebral en el hospital. Omar refiere entonces un episodio sin aclarar: en un momento determinado, se acercan militares del batallón del Ejército que se encuentra en Iguala y los retienen, acusándolos de allanamiento de morada y quitándoles los celulares. Se produce entonces el segundo ataque de la policía, acompañados esta vez de otros individuos, que las autoridades federales identificarán días más tarde como miembros del cártel Guerreros Unidos”.
¿Por qué los soldados no protegieron a los muchachos perseguidos? ¿Por qué les quitaron sus celulares de tal forma que ya no pudieron comunicarse con nadie? ¿Por qué habrían permitido que se los llevaran los policías coludidos con el crimen organizado?
La maldita duda que tendrán los padres de si los militares estuvieron involucrados.
Imaginé el enojo de los padres por saber que el presidente municipal se encontraba bailando en lo que todo esto sucedía. Que luego, junto con su jefe de la policía, se fugó y anduvo a salto de mata para eludir a la justicia. Que era un pillo que había asesinado a un activista de un grupo político adversario.
Me puse en sus zapatos cuando las autoridades les solicitaron productos que podrían contener material genético para realizar pruebas de ADN: un peine con algún cabello suelto, el cepillo de dientes con su saliva, un diente de leche que la madre conservaba en el fondo de un cajón.
El hecho es que hoy, seis años después de la balacera de Iguala, todavía no se sabe dónde quedaron los cuerpos de sus hijos. ¿Lo sabrán algún día?