Antes del amanecer del sábado, un puesto de cuarentena en el norte de Guatemala donde pasaron la noche unos mil migrantes que se dirigían a pie hacia Estados Unidos, estaba vacío.
No quedaba ni rastro de los hombres, mujeres y niños que horas antes se habían acomodado en ese lugar en medio de la selva guatemalteca del Petén, con escasas pertenencias y alguna que otra manta.
Según la Policía guatemalteca, en las primeras horas de la madrugada del sábado autobuses particulares y camiones del Ejército trasladaron a los migrantes de vuelta a El Corinto, en la frontera con Honduras, por donde alrededor de 2 mil personas habían cruzado hace solo unos días.
En los últimos días este tipo de traslados se habían hecho sin violencia y de forma aparentemente voluntaria.
El cansancio, la lluvia, el hambre y el hecho de que militares y policías les bloquearon el paso el viernes, hizo que la gran mayoría desistiera de su intento, aunque sobre la carretera que atraviesa el Petén quedaban el sábado por la mañana pequeños grupos de menos de 10 migrantes que seguían caminando hacia México.
«Vamos a seguir. Nosotros nos quedamos descansando y el grupo más grande siguió, no sabemos qué pasó con ellos», explicó Olvin Suazo, un agricultor de 21 años, que viajaba rezagado junto con tres amigos de Santa Bárbara, en Honduras. «Sabemos que hay que enfrentar un peligro bárbaro, pero hay que enfrentarlo».
Pocas veces desde 2018 una caravana de migrantes tenía unas perspectivas tan desalentadoras de lograr su objetivo. El Presidente de Guatemala los ve como un riesgo de contagio en plena pandemia de coronavirus y ha prometido deportarlos. Su homólogo mexicano cree que la marcha es un complot para influir en las elecciones de Estados Unidos. Y la recién formada tormenta tropical «Gamma» amenaza con lluvias torrenciales sobre su previsible ruta por el sur de México.
El temor a una confrontación había aumentado el viernes cuando más de 100 soldados y policías guatemaltecos frenaron el avance de los migrantes, que estaban cada vez más frustrados por la falta de comida luego de caminar cientos de kilómetros.
Al caer la noche, la migrante hondureña Paola Díaz extendió una manta a un lado de la carretera y le puso el pijama a sus hijos de 4 y 6 años con la esperanza de que pudieran dormir un rato.
Díaz decidió unirse a la caravana junto con su esposo, Alejando Vásquez, de 23 años, porque su salario como mecánico no les alcanzaba para comprar comida para los niños.
«En un principio me quería regresar, pero se han abierto puertas que pienso que me van a permitir avanzar», dijo, reconociendo que teme por sus hijos si hay un enfrentamiento.
Algunos migrantes asumieron roles improvisados de liderazgo para tratar de dialogar con las fuerzas de seguridad.
«Es que no nos pueden negar el derecho de seguir (…). Díganle a sus jefes que nos den una oportunidad», dijo un hombre, que no se identificó, a un Policía. El agente respondió que los migrantes habían ingresado al país de forma ilegal y que ellos tenían orden de regresarlos a Honduras o de, al menos, no dejarles avanzar hacia la frontera con México.
Las autoridades migratorias guatemaltecas señalaron que algunas de las 2 mil personas que integraban inicialmente la caravana habían accedido a regresar a Honduras. Los demás se dividieron en dos rutas: unos viajaron al norte hacia Peten, donde estaba el retén, y otros tomaron buses al oeste hacia la capital, la Ciudad de Guatemala.
En México, su Presidente, Andrés Manuel López Obrador, sugirió el viernes que la caravana que partió de San Pedro Sula, en el norte de Honduras, pudo haber estado organizada teniendo en cuenta la política estadounidense.
«Creo tiene que ver con la elección en Estados Unidos», manifestó López Obrador. «No tengo todos los elementos, pero hay indicios de que esto se armó con ese propósito. No sé en beneficio de quién, pero no nos estamos chupando el dedo, falta un mes».
La caravana trajo a la memoria la que se formó en octubre de 2018, poco antes de las elecciones de mitad de legislatura en Estados Unidos y que se volvió un tema destacado en la campaña, avivando la retórica antiinmigración.
Más tarde, la cara de la lucha contra la pandemia en México, el Subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, asumió un tono más conciliador al asegurar que los migrantes no representan una amenaza para la salud y que el país estaba «moral, legal y políticamente obligado a asistirlos».
Agregó que «2 mil 900 personas, de la nacionalidad que sean, es improbable que contribuyeran significativamente a un problema de salud pública de México o para México».
En la víspera, el Presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei, prometió deportar a los migrantes a Honduras alegando sus esfuerzos para contener la pandemia.
«No permitiremos que alguien extranjero que está utilizando métodos ilegales para ingresar a este país crea que tenga el derecho de venir a contaminarnos y ponernos en grave riesgo», afirmó durante un discurso televisado.
La agencia de migración guatemalteca indicó el viernes que 108 migrantes habían aceptado el retorno voluntario y que 25 menores no acompañados quedaron bajo la tutela de los servicios sociales.
Las caravanas de migrantes centroamericanos han cobrado cierta popularidad en los últimos años porque se considera que el viaje al norte en grupos grandes es mucho más seguro, y muchos no tienen dinero para pagar un coyote para ingresar a Estados Unidos de forma irregular.
En un primer momento contaban con la generosidad y la solidaridad de las comunidades por las que pasaban, especialmente en el sur de México, pero la situación se complicó el año pasado cuando el Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, amenazó a las autoridades mexicanas con imponer sanciones a todas sus exportaciones si no cortaban esos flujos. En respuesta, el Gobierno mexicano bloqueó el paso a las nuevas caravanas con miles de efectivos de la Guardia Nacional.
La última, en enero de este año, fue desmantelada por guardias mexicanos.
Esta semana, México advirtió que hará cumplir sus leyes migratorias y que llevará ante la justicia a quienes pongan en riesgo la salud pública.
Pero incluso si pudieran atravesar México sin problemas, Estados Unidos ha cerrado esencialmente sus fronteras a la inmigración legal y entrar de forma irregular es tan difícil como siempre.