Este balazo que tiene el Iván acá, hasta bajo de su morena pierna izquierda, muy cerquita del empeine, se lo hicieron una madrugada, en una riña con una clica rival.
Y estas cicatrices de fierrazos que el Iván lleva como tatuajes en la barriga, apenas abajito de las costillas, se las hicieron al Iván en varias peleas, ya no sabe dónde ni cuándo.
Andaba prendido.
Y esa rajada que tiene el Iván en medio de la cabeza, escondida entre su melena negra, se la hicieron en otra bronca con otra banda enemiga del barrio, fue una descalabrada con una piedra más dura que la cabeza del Iván.
Y esta fractura que le quedó al Iván en el codo se la sacó por andar de broncudoo.
Cuenta el Iván presumiendo sus, hoy viejas, heridas como si fueran piezas de trofeo.
Entonces el Iván se la pasaba de vago, de loco, con las morras, en pleitos, por las calles de su barrio, la colonia El Tanquecito.
El Tanquecito Residencial Colombia, —bromea Iván—, uno de los sitios clientes de las tapas de los periódicos de sucesos, por las historias de violencia y crimen que emergían de allí.
A EDUCARSE EN LA CALLE
“Yo traía problemas con Los Boxers, Los Andariegos, Los Homies, con todos…”.
En aquel tiempo el Iván se la pasaba aspirando porro y respirando “chemo”, el resistol amarillo que, dice el novelista Enrique Serna, sirve para pegar madera y desmantelar cerebros.
“Antes andábamos en las madrugadas aquí cotorreando con el resistol, la mariguana, las pastas… No había crico…”.
A su papá, que también era pandillero, como el Iván, lo habían asesinado a fierrazos cuando Iván era un morrito, apenas tenía cinco años.
El Iván, y uno de sus cuatro hermanos, se había ido a vivir con sus abuelos, después que la mamá tuvo otra pareja y se mudó de El Tanque.
Entonces el Iván agarró la calle y empezó a juntarse con los cholos de la esquina, “Los Lobos Tanque”.
No hubo ritual de iniciación, nadie le dio a probar la droga a fuerza, nunca robó para comprar loquera.
“Uno solo va creciendo y se va arrimando con la banda y agarrando mañas, según ganándose el respeto, pero no, eso no vale madre. Preferiría decir ‘soy un ingeniero, un arquitecto, un doctor que cura a las personas…’”.
CON BOTES DE CHILE Y MUCHO INGENIO
El Iván está sentado en lo alto de las escaleras de cemento que él mismo construyó y que descienden hasta una suerte de barranco donde el Iván instaló un gimnasio de box al aire libre, su gimnasio.
Como no tenía dinero para comprar costales de box, el Iván inventó sus propios costales con llantas viejas, rellenó unos fardos con aserrín, tierra y trapos viejos; y fabricó unas pesas con botes de chiles jalapeños que atiborró de concreto y pegó por el centro con un tubo largo de fierro.
Y esas son las pesas del gimnasio del Iván.
El gimnasio hechizo donde tarde a tarde, al ponerse el sol, caen los homies del Iván para que el Iván les enseñe box.
El gimnasio, que antes fueron las tapias abandonadas de la calle Francisco Villa, en la Tanquecito; donde los pandilleros del barrio se metían a loquear con toda clase de loquera.
Era un espacio de loquera, dice el Iván.
UN BARRIO BIEN PRENDIDO
A la gente del Tanque le gusta el vallenato.
Cuéntame de tu barrio…
No pos bien prendido El Tanquecito, tiene su respeto, su historia. Orita ya está bien calmado. Ya los vatos que eran cagasines o que se la vivían de broncas, ya se casaron o se murieron.
Cierto día unos cholos del barrio que le tiraban fila al Iván, o sea, le echaban bronca al Iván, apañaron, (golpearon) a su hermana.
“Había unos vatos que eran bien bañados, ya eran mayores, y golpeaban a todos aquí”.
Sediento de venganza el Iván fue y los buscó en su cantón, (casa, en el argot de la banda), los sacó y los puteó a pedradas.
A la mamá de sus adversarios le pegó con una piedra.
“Se me salió el diablo, sí la regué, se hizo una broncota fea”, comentó.
Maliciando que sus enemigos subirían a su cuadra para cobrárselas o que le mandarían a la Policía para arrestarlo, el Iván huyó del barrio y se fue a vivir a la casa de unos compas catarrines que vivían en la colonia Virreyes, la Virreyes Colombia, dice el Iván.
Y ENTONCES LE CAMBIÓ LA VIDA
Al Iván sus compas le habían rentado un cuarto en aquella casa y ahí se escondió de la venganza y de la ley por algún tiempo.
En ese tiempo conoció a un entrenador de box que se llama Ricardo Tovar Ríos, y que tiene un gimnasio de box por el rumbo de la colonia El Álamo.
El profe Tovar lo invitó a su gimnasio y el Iván aceptó.
A los pocos días se sorprendió de verse pegándole al costal, brincando la cuerda, haciendo lagartijas.
“Ya me fui zafando de la banda y mejor me puse a entrenar. El Profe Tovar fue el que me enseñó el camino al box”.
Era 2016.
Cuenta el Iván un mediodía de sábado, mientras golpea la perilla de su gimnasio rústico, en las paredes la caricatura de un boxeador en posición de guardia, un par de guantes y una calavera que el Iván pintó.
Andando los días la afición miró al Iván trepado en un ring de la Arena Obreros, boxeando.
Iván acaricia con la mano, como acariciando un recuerdo, un par de medallas colgadas de un muro en un cuarto a medio terminar del gimnasio, son dos de las muchas preseas, dice, que ganó en sus peleas amateur como boxeador amateur.
“Ganamos casi todas las peleas”.
¿Sacabas dinero Iván?
No, yo lo hacía porque tenía problemas y pos que más que darme un tiro con otro vato y que me pegue y pegarle, sacar el coraje, el estrés… Y pos… me ganaba medallas, cintos, aprendía. No es tanto el dinero, sino la satisfacción y lo bien que te sientes al pelear y ganar y toda la gente acá… chido…
Y EL RETORNO DEL IVÁN SACUDIÓ AL TANQUECITO
La disciplina en el ring convirtió al antiguo pandillero en un hombre, todos esos valores que le rondaban por la cabeza desde antes, ahora los puso en práctica.
Cuando el Iván regresó a El Tanque sus homies apenas lo reconocieron.
Había cambiado.
Ya no era el mismo pandillero de antes.
Luego que llegó, el Iván hizo una leva de morros que andaban en las calles armando camorra y drogándose, como antes él, para entrenar box.
Que si querían entrenar box con él, que era gratis, y los morros que sobres….
“Ahora a todos los de las bandas les saludo, ya no hay bronca, les he dicho ‘súbanle, con gusto, ¿para qué andan ahí peleándose en la calle?, vamos a entrenar, a competir’”.
Como carecía de un espacio, en El Tanque no hay canchas y no hay áreas verdes, el Iván instaló un gimnasio ambulante en un mirador con bardas de colores que hay al final de la calle Altamirano, en El Tanquecito.
“Ahí los manopleaba y les ponía circuitos en los escalones, en el cerro. Uno agarraba el costal y otro le pegaba”.
Allí se juntaban más de 50 chavos banda venidos de toda la ciudad, desde morritos hasta morros, que de a poco cambiaron la loquera y las broncas, por la disciplina del pugilismo.
“Y pos… sí les gusta a los chavos. Había chavos que andaban bien ganchados con el crico… y orita pos están entrenando y ya lo están dejando, unos ya lo dejaron. A veces cae gente de la Flores Magón, Guayulera, también pandilleríos, ¿verdá?”.
El Iván se convirtió entonces en el entrenador sin sueldo del barrio.
“Yo no le cobro a los chavos, agarro trabajo aquí mismo con las señoras, me hablan que ve a la tienda, que baña al perro, que se madreó la tubería, que cámbiame los muebles. Me tienen confianza porque ratero nunca he sido”, dijo.
HACER POR LA VIDA
Desde muy morro trabajó vendiendo bolis en el centro, lavando carros, pegando blocks, para darse sus gustos.
“Trabajé en la colonia Doctores lavando carros, barriendo casas, bañando perros”, dice.
Marcos Iván Mata Méndez, 28 años, señala la placa de la pandilla grabada, con letras pesadas y blancas, en la punta del Cerro del Pueblo: “Lobos”.
El Iván la pintó, dice con cierto dejo de orgullo y se ríe.
Ahora cuando los morros del barrio, o sea, ”Los Lobos” nueva generación, los cholos de la nueva ola, se ufanan de ser “Lobos”, y quieren ser como el Iván era antes, el Iván los amonesta: les digo “no güey, mejor dígame que quiere ser ingeniero, no ande mamando. Despiértese, agradezca a Dios, levántese, tienda su cama, déle un beso a sus papás y ayúdeles a lavar los trastes, haga las tareas, si no, no lo entreno’. Los moríos, dicen ‘entréname’, les digo, ‘sobres, póngase pilas’”.
Dice el Iván.
Los abuelos, sus padres de crianza, se habían fastidiado de la vida de broncas que llevaba el Iván: pleitos, vendettas, loquera, la policía siempre tras sus talones.
“Ya no me quería ni mi mamá, nadie. Puros problemas, puras broncas, venía la poli aquí a buscarme por demandas, porque golpeaba a alguien. Puras malas vivencias. Tu familia te rechaza, como eres de loco. Uno por eso hace cosas buenas porque ha cometido chingo de errores y no quiere que los chavos anden como uno, ahí batallando”, confiesa el Iván.
INTELIGENTE PERO POCO DISCIPLINADO
¿Estudiaste Iván?
Sí, terminé la prepa, a duras penas, pero… Era inteligente, pero desmadroso…
Cuesta trabajo imaginarse a un pandillero como el Iván, que era el puntero en todas las riñas del barrio, yendo a la prepa, su mochila de útiles al hombro, sacando buenas notas, graduándose de técnico electromecánico.
¿Dónde?
En el CBTIS 97, la gran familia, somos Potros…
Al cabo del tiempo el Iván se ganó el respeto de sus vecinos, para quienes antaño había sido poco más que indeseable.
“Con todos los vecinos de aquí me llevo chido”, dice.
Viendo las proezas del Iván un don de la cuadra que era el propietario de las tapias aquellas donde los pandilleros solían meterse a loquear y a echar desmedre, le sugirió al Iván poner ahí un gimnasio de box para que entrenara a los chamacos.
“¿Por qué no pones mejor ahí un gimnasio y los entrenas, pa que no anden de locos?”, le dijo aquel don.
El Iván dijo sí.
Aquel era un barranco, con tres cuartos en ruinas al fondo, atestado de escombro, maleza, basura.
El Iván, con ayuda de sus discípulos, limpió de mugre el terreno, levantó una pieza de block a la entrada del barranco con una preparación para baño, y construyó unas escaleras que descendían hasta el pozo.
En el pozo, que hoy es el área del gimnasio a la intemperie, Iván echó piso de cemento.
Luego se tiró a los arroyos, pero ya no a drogarse, sino a buscar llantas viejas con qué hacer los costales de box.
“No había dinero pa costales, los costales valen de 300 a 500 pesos, me puse a traer llantas del arroyo y los hice. Perforé las llantas con un taladro, las empalmé con alambre y ái las colgué. Pedimos ayuda en varias dependencias y no nos dieron… Les pregunté a unos vatos que si no había presupuesto para hacer una placita, algo leve, con material económico, un gimnasio así, hechizo, pero no”.
Relata el Iván afuera del gimnasio en la calle de Francisco Villa, que es una pendiente cacariza de fachadas pastel y que topa en el Cerro del Pueblo desde cuyo pico el Iván vislumbra muchos horizontes. (Con información de Vanguardia)