Cuentan diferentes biografías que cuando Steve McQueen escuchó de su médico el diagnóstico de cáncer de pulmón, se quedó en silencio unos segundos y después, con voz firme, dijo: «No voy a tomar quimioterapias».
Tenía 50 años y en 1980 era todavía la estrella mejor pagada de Hollywood. Estaba filmando The Hunter (la que sería su última película) y se alistaba para después llevar a la pantalla Rambo, la historia que quedó finalmente en manos de Sylvester Stallone del libro de David Morrell sobre un veterano de Vietnam que le declara la guerra al prepotente sheriff de un pueblo montañés.
Al salir del hospital, encendió un cigarro y meditó la situación entre fumada y fumada. Enteró a su familia hasta días después.
Hay constancia testimonial de que el astro del cine de acción no mostró preocupación. Es más, siguió bebiendo cerveza, fumando mariguana, consumiendo ocasionalmente cocaína y conduciendo autos y motocicletas a velocidades riesgosas.
¿Frenaría el cáncer a un hombre como él que desafió todo y a todos en su camino para encontrar el triunfo?
En ese entonces, Steve McQueen era un ícono estadounidense, el emblema de un estilo de vida. Todo lo tenía: belleza física, dinero, fama, mujeres, un sobrenatural talento actoral, así como un atrevimiento descomunal como piloto profesional de autos y motocicletas.
Gozaba que en los periódicos y revistas se refirieran a él con el sobrenombre de «The King of Cool».
Las semanas se acumularon y Steve se mantuvo activo, como siempre. Sólo lo aquejaba una tosecilla, que él atribuía a su condición de fumador (desde adolescente).
A su amigo Lee Majors (quien se hizo famoso como el protagonista de la serie setentera El Hombre Nuclear) McQueen le confesó que estaba seguro que el diagnóstico era equivocado, porque él se sentía bien.
Se fue a pasar una temporada a su rancho de Santa Paula, en California. Ahí cumplía con animadas comidas familiares, paseaba a caballo, hacía ejercicio, revisaba guiones y arreglaba autos, motos y avionetas para relajarse.
Pronto las cosas empezarían a cambiar.
De carne de presidio a ídolo fílmicoTerrence Steven McQueen (24 de marzo de 1930, Beech Grove, Indiana) fue un niño violentado. Hijo de un alcohólico que lo abandonó a él y a su madre, una adolescente prostituta que le propinó malos tratos, su camino fue la delincuencia.
Robaba, con su pandilla, a transeúntes para comer y los bajos fondos fueron su primera escuela. Fue detenido varias veces y liberado por ser menor de edad. Pasó por algunos reformatorios, pero encontró consuelo y ayuda en uno, en California, donde decidió alistarse a la Marina y después al Ejército.
Sus constantes problemas con las cadenas de mando, el impetuoso joven McQueen decidió regresar a la vida civil y decidió hacer base en Nueva York, donde tras empleos muy mal remunerados se pagó clases de actuación que, en su momento de más dudas existenciales se convirtió en el oficio que lo salvó de ser carne de presidio.
Su presencia en cámara le granjeó oportunidades que otros actores con más estudios les fueron negadas y Steve supo capitalizar todo el charm que desbordaba en cintas como La Mancha Voraz (1958) y El Gran Robo al Banco de San Luis (1959).
Ni la dislexia y la sordera que padecía en un oído (por una infección mal atendida) no frenaron el hambre de un rubio que vio en la actuación el camino hacia la redención y la gloria.
Entonces, estelarizó la serie Se Busca: Vivo o Muerto, que tras 94 episodios catapultó al infinito a su joven protagonista, quien para 1960 estaba estelarizando al lado del legendario Yul Brynner el ahora clásico western Los Siete Magníficos.
Su prestigio se desbordó con el éxito que representó El Gran Escape (1963), cinta bélica con un reparto tapizado de estrellas, como James Garner, Charles Bronson y James Coburn, y se mantuvo con las cintas El Gran Desafío (1965), Bullit (1968), Las 24 Horas de Le Mans (1971), La Huída (1972), Papillón (1973), Infierno en la Torre (1974) y Tom Horn (1980).
En todas ellas, Steve McQueen no sólo sorprendió a directores, colegas y productores con su naturalidad y magnetismo en pantalla, cautivó con su sentido de competencia.
Hacía casi siempre sus escenas de riesgo y pedía constantemente cambios en sus líneas para sonar y verse real y creíble.
Él le llamaba su «compromiso con la realidad» y la muestra son Bullit, cinta policiaca hoy de culto, y Las 24 Horas de Le Mans, que fue un fracaso financiero que casi obliga al actor a cerrar su compañía Solar Productions y hoy es uno de los testimonios fílmicos más potentes del automovilismo.
En la primera se brindó al arte cinematográfico la primera persecución fílmica de alto impacto de más de 9 minutos en montaje real.
En la segunda, Steve condujo como parte del equipo de corredores, pese a tener una pie fracturado.
Sobrepasó una vida miserable, pero los demonios no se fueron. El gran Steve McQueen, el gigante del cine de Hollywood, era, en la intimidad, un hombre lleno de miedos, inseguro, iracundo, inculto, mujeriego, arrogante, machista y violento con las mujeres.
Cuando la salud comenzó a faltarle, inició un camino hacia la humildad, la fe y la meditación.
La lucha más grande de todas
Iba a subirse a un caballo cuando comprendió que la barriga le era incómoda. Pensó, primero, que era por las comilonas que venía dándose, pero tras quitarse la camisa y verse en un espejo, enmudeció: parecía embarazado.
Steve McQueen se puso en manos del doctor William Donald Kelley, un ortodoncista que desató polémicas en el gremio médico de Estados Unidos en su tiempo por su método de inmunología y metabolismo para tratar cáncer sin aval de autoridades.
Viajó, entonces, a México, a Ciudad Juárez, a la clínica de Kelley para tomar una tratamiento alternativo. Tomaba infusiones naturales, terapias de ejercicio y de meditación.
Reportes periodísticos señalan que tras, lo que pareciera una mejoría, regresó a su rancho de California, pero el cáncer de había extendido al estómago y la garganta y los primeros días de noviembre de 1980 volvió a Ciudad Juárez para que le extirparan el tumor del estómago.
Steve se entregó en sus últimos meses de vida a la reflexión. Se volvió calmo, cariñoso y abrazó el cristianismo evangélico. Pero su pasión por la vida, por hacer las cosas como quería, esa no varió.
El 7 de noviembre fue operado con éxito, el equipo médico que lo atendió celebraba que todo había salido como se había esperado y que el actor sólo tenía que descansar.
Horas después, un infarto frenó la carretera llamada vida, que Steve McQueen vivió a toda velocidad, sin miedo a caerse.Hora de publicación: 05:00 hrs.