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Por José Elías Romero Apis
El enemigo en nuestro espejo
En el fondo de las más crudas realidades, muchas veces somos nosotros mismos los causantes de nuestros problemas, de nuestras derrotas y de nuestros fracasos
Casi todos los humanos tendemos a disculpar, a encubrir, a olvidar, a endilgar o a negar nuestras culpas. Si eso le sucede a los que somos insignificantes, más aún a aquellos que son, o ya han sido, o aún sueñan en ser importantes.
En los mortales comunes, las causas más frecuentes son la inconsciencia, la vanidad y el temor. En los mortales especiales, las causas más frecuentes son el cinismo, la soberbia y la cobardía. Casi son lo mismo y, por eso, ha sucedido que los gobernados seamos inconscientes, vanidosos o temerosos, así como que los gobernantes sean cínicos, soberbios o cobardes.
Porque, en el fondo de las más crudas realidades, muchas veces somos nosotros mismos los causantes de nuestros problemas, de nuestras derrotas y de nuestros fracasos. Desde los idus de marzo, hay mucho de culpa en los conspiradores, pero también hay algo que aportó el propio Julio César. Hasta en la muy reciente derrota de Trump, no sabemos en cuánto el artífice fue Joseph Biden y en cuánto le ayudó Donald Trump.
Así, más cerca de nosotros, ¿algún enemigo de Díaz Ordaz habrá decidido lo de Tlatelolco? ¿Algún enemigo de López Portillo habrá diseñado su programa económico? ¿Algún enemigo presidencial habrá aconsejado la militarización de la seguridad, la entrevista de la Casa Blanca o la cancelación del nuevo aeropuerto? No lo creo. A muchos nos parece que la firma de esas decisiones fue auténtica. Que nadie los ha calumniado en falso.
Y es que, muchas veces, nuestro enemigo está en nuestro espejo y no nos percatamos de que nosotros somos nuestro verdadero y más peligroso enemigo. Lo ignoramos porque siempre hemos creído que el espejo existe para vernos a nosotros mismos, siendo que también existe para que lo miremos a él. Para que nos demos cuenta de sus defectos, de sus perversiones y de sus atrofias.
Pero eso no es para que rompamos o enterremos el espejo, sino para que lo miremos con detenimiento y hasta con aprecio. Porque un día futuro e inevitable nos dolerá que ese tipo tan imperfecto ya no esté allí y que en nuestro lugar ya no esté nadie, tan sólo el espejo vacío.
¡Es verdad! Sin excepción, el enemigo en su modalidad de traidor sólo puede actuar contra nosotros si cuenta con nuestra colaboración, con nuestra participación y con nuestra autorización, porque nosotros somos su autor, su promotor, su protector, su asesor, su encubridor y su impulsor. Porque nosotros le ayudamos mucho para traicionarnos. Porque le confiamos nuestros secretos, le mostramos nuestras debilidades y le estimulamos sus ambiciones.
Por eso, es propio de los gobernantes inteligentes y maduros saber quiénes son ellos mismos y conocerse bien. No enojarse por lo que sus pueblos no les aprueban, por lo que no les aplauden y por lo que no les aceptan. Los monarcas antiguos no eran ineptos por herencia de sangre, sino por ausencia de crítica. Porque no se inmunizaban con la vacuna de la contradicción, que nos enseña, que nos orienta y que nos engrandece.
Estoy convencido de que, además de escuchar con mucha atención a los otros, uno mismo puede llegar a ser el mejor asesor que podamos escuchar. Y uno mismo puede ser el mejor auditorio de nuestro otro yo, si lo entendemos con serenidad, con atención, con madurez, con aprecio y con respeto.
Vale la pena intentarlo, si es que no se ha hecho. La ducha es un buen espacio, un buen consultorio, un buen confesionario, un buen diván y una buena tribuna. Nos deja en la desnudez, que evita vanidades. Nos deja en el aislamiento, que evita inseguridades. Nos deja en la soledad, que evita indiscreciones. Podemos abuchearnos e injuriarnos, si decimos alguna estupidez. Pero, también, podemos aplaudirnos y vitorearnos, si logramos expresar nuestra lucidez.
El del espejo y nosotros no somos el mismo, aunque nos parezcamos mucho. De los mejores aplausos que uno puede llegar a levantar es el de uno mismo, el del otro yo o el de los dos juntos. Se oye muy bien. Vale la pena oírlo, vale la pena recibirlo y vale la pena convencerse de ello.