Por Jorge Fernández Menéndez
Glifosato y maíz: más para la agenda Biden-AMLO
La prohibición, anunciada por decreto presidencial el 31 de diciembre, de la utilización de glifosato y la producción de maíz transgénico traerá un nuevo problema
Hoy se escalará el último peldaño en la escalera que llevará al poder a Joe Biden en Estados Unidos. Se deberá votar, algo que siempre resultó una mera formalidad, la legitimidad de las elecciones en una sesión conjunta del Congreso. Se ha anunciado que un grupo de senadores y representantes republicanos argumentarán en favor de la tesis del fraude, rechazada en todos los tribunales, incluyendo el Supremo, lo que no cambiará el resultado de la votación legislativa, pero servirá para emponzoñar aún más el ambiente político.
En ese contexto, el gobierno federal sigue en una extraña marcha de confrontación con el nuevo gobierno demócrata: el tardío reconocimiento a Biden, la ley de seguridad nacional y ahora el ofrecimiento de asilo político a Julian Assange, tan gratuito como innecesario porque ya desde tiempo atrás su país natal, Australia, anunció que podría recibirlo cuando la justicia británica lo decidiera.
En esa suma de tomas de decisiones, se incluyen también, lo hemos tratado el lunes, los capítulos energéticos. Y ahora se sumará otro que afecta a una de las principales ramas exportadoras de México, la agroindustria, la importación y producción de maíz, y también a los temas de seguridad: la prohibición, anunciada por decreto presidencial el 31 de diciembre, de la utilización de glifosato y la producción de maíz transgénico. Un tema que ya en agosto pasado enfrentó al entonces secretario de la Semarnat, Víctor Manuel Toledo, el mismo que aseguraba que la energía eólica les robaba el viento a las comunidades indígenas, y que se oponía a la utilización de glifosato como plaguicida autorizado, mientras que éste había sido avalado por la Secretaría de Agricultura, que encabeza Víctor Villalobos. En agosto, el Presidente apoyó a Villalobos. Ya no.
Cuando surgió esta iniciativa, decíamos aquí que cuando se aprobó el Plan Colombia, impulsado durante la administración de Clinton en Estados Unidos y de Andrés Pastrana en Colombia e implementado por Álvaro Uribe, tuve la oportunidad de hacer un largo recorrido por esa nación sudamericana para ver cómo se implementaba un proyecto destinado a romper con las estructuras del narcotráfico (y de los grupos de la guerrilla asociados al mismo) que combinaba estrategias policiales y militares, inteligencia, alta tecnología, cambios profundos en el sistema de justicia e incluso una intervención abierta de “asesores” estadunidenses y de otros países.
Pero también muy intensas tareas de erradicación, casi en su totalidad aérea, por dos razones fundamentales: era casi imposible mandar tropas a las zonas donde estaban los cultivos de hoja de coca para hacer erradicación manual y hacerlo desde el aire era infinitamente más eficiente. Para ello se utilizaba un plaguicida llamado glifosato.
Como consecuencia de los acuerdos con las FARC, Colombia terminó inundada de coca. Lo que sucedió fue que el gobierno de Santos suspendió los programas de erradicación aérea de plantíos, primero en las zonas de operación de las FARC y luego en todo el país, argumentando que podía ser cancerígeno. Sin embargo, ese mismo producto se utiliza, en un porcentaje diez a uno mayor que el que se usa en la erradicación aérea, como herbicida en los sembradíos de arroz y maíz, entre otros productos agrícolas, y allí es permitido, porque no existe constancia de que sea cancerígeno. La pregunta era por qué entonces se prohibía para fumigar plantíos de coca y se permitía para alimentos de uso masivo.
La razón es que existían acuerdos en ese sentido con las FARC, establecidos en las negociaciones que se realizaron en La Habana, con el argumento de que la fumigación de los plantíos de coca acababa también con otros cultivos. Para avanzar en el acuerdo de paz, el gobierno de Santos aceptó las condiciones de las FARC, algunos de cuyos grupos utilizaron ese vacío para intensificar la producción de coca en sus territorios.
En México, el glifosato también es usado y defendido por las Fuerzas Armadas para las tareas de erradicación área de drogas. En las actuales circunstancias, cuando el desafío a la seguridad interior y pública está más presente que nunca, me imagino que la opción de destinar miles de soldados a la erradicación manual debería dejar de ser preferencial. Lo cierto es que en nuestro país la producción de mariguana y amapola, y la de opioides, crece (aunque la heroína esté perdiendo la batalla contra el fentanilo) y cada vez se necesitan más elementos militares para tareas de seguridad que hoy están en la durísima tarea de erradicación manual, con campañas largas, desgastantes, bajo el acoso de la naturaleza, pero también de criminales y a veces de comunidades que trabajan con ellos.
Y con resultados ineficientes: una vez que se erradica un plantío, en cuanto los soldados se trasladan a otro, ese plantío vuelve a sembrarse en un círculo vicioso inevitable. La decisión tomada de no usar glifosato dañará a la industria agrícola (que ya se quedó sin apoyo presupuestal este año) y terminará beneficiando a los narcotraficantes, al tiempo que coloca en situación de vulnerabilidad a los soldados que deben hacer erradicación manual. O dejar de hacerla para iniciar otro conflicto con Biden.