Por Pablo Hiriart
El día del golpe
MIAMI, Florida.- Todo lo que muchos dijeron que no iba a suceder nunca, ocurrió.
La democracia estuvo a un tris de romperse en Estados Unidos.
Fue salvada por dos dirigentes republicanos que tuvieron la lucidez y el valor de pensar por sí mismos, y le dijeron no a su jefe.
Los grandes de ayer fueron el vicepresidente Mike Pence y el líder de los senadores de ese partido, Mitch McConnell.
Siempre secundaron a Trump, incluso justificaron sus barbaridades, hasta que tuvieron que definirse entre el capricho del presidente y la estabilidad de la república.
Lo acontecido en Washington no era ‘impensable’, sino previsible.
Por donde pasa el populismo no vuelve a crecer el pasto.
A esos líderes la democracia les sirve para llegar al poder, pero les estorba para gobernar.
Fingen aceptar las reglas de la democracia sólo cuando les favorecen, pero si pierden destruyen la democracia.
Para casi todo mundo fue sorpresivo lo que sucedió ayer en la capital de Estados Unidos, donde seguidores de Donald Trump asaltaron el Congreso para evitar que se certifique la derrota de su líder.
En realidad no hubo nada novedoso, salvo el fiasco de la ingenuidad de los que no miran de frente al peligro.
“Trump va a cambiar con el ejercicio del poder”, decían cuando ganó hace cuatro años. Sucedió lo contrario y el poder lo hizo sentirse infalible, indestructible, encarnación de la justicia por encima de la ley. Eso pasó ayer.
Cuando un presidente fanatiza a sus seguidores, éstos tarde o temprano atacan a los aludidos por su ídolo. Eso pasó ayer.
Los discursos incendiarios de los presidentes, provocan incendios. Eso pasó ayer.
El presidente acusa que complotan contra él para hacerlo fracasar, y despierta el odio de sus ‘buenos’ contra los ‘malos’. Eso pasó ayer.
Si el presidente miente todos los días, algunos le creen a pie juntillas y renuncian a pensar por sí mismos, y actúan cegados por el fanatismo. Eso pasó ayer.
Trump les dijo que hubo fraude electoral en contra suya, y le creyeron sin exigir un solo elemento de prueba. Eso pasó ayer.
Así funcionan los liderazgos de megalómanos que se sienten iluminados.
Siempre van a tener seguidores, en cualquier país del mundo, en los partidos y en las sectas, así se llame Estados Unidos de América.
Por eso es importante impedir, a través del voto, que lleguen al poder.
O quitarlos con los instrumentos de la democracia, antes de que se apropien de los poderes del Estado y sea imposible sacarlos por las vías legales.
Ayer el presidente de Estados Unidos incitó a un golpe de Estado para impedir que el Congreso certificara el triunfo de Joe Biden.
Luego tuvo que decirles a sus partidarios que se retiraran de donde él los había mandado por la mañana, el Capitolio, que asaltaron y tomaron por la fuerza.
Hubo balazos afuera y adentro del recinto parlamentario.
Integrantes de grupos paramilitares irrumpieron con estandartes del Ejército Confederado –que luchó cuatro años para separarse de la Unión a fin de mantener al derecho a la esclavitud.
Fue impactante ver a un supremacista con la bandera de los esclavistas del sur frente a un retrato de Abraham Lincoln, ayer en el Capitolio.
Tomaron los salones de sesiones, se apoderaron del asiento del líder del Senado y con un disfraz proclamaron el triunfo del que perdió por más de siete millones de votos.
Desde un balcón del Capitolio ondearon la bandera de Donald Trump.
Horas después del inicio del asalto, el presidente les dijo a sus seguidores que se retiraran a sus casas, que los amaba, y que le robaron la elección.
El vicepresidente Pence tomó el lugar de Trump y ordenó a la Guardia Nacional que desplegara soldados para recuperar las instalaciones del Congreso.
Al inicio de la sesión, el vicepresidente del país y presidente del Senado, a quien Trump presionó hasta el último minuto para que anulara 75 votos electorales de Biden, dijo que él no tenía facultades para anular voto alguno, ni impediría la certificación del demócrata.
Trump arremetió contra su vicepresidente en redes sociales. Creía que el golpe aún era posible.
Ivanka, su hija, se refirió a Trump como “el presidente del pueblo”.
Hasta que llegó el esperado discurso del líder de la mayoría republicana, Mitch McConnell, quien fundamentó “el voto más importante que he emitido en mi vida”, y convocó a desechar el intento de anular los resultados de las elecciones por estar basados “en teorías radicales de la conspiración”.
“Si los invalidamos –dijo el líder republicano– dañaremos a nuestra república para siempre”, y pidió a sus compañeros de bancada “un compromiso compartido con la verdad, un respeto compartido hacia las reglas básicas de nuestro sistema”.
Recordé una reflexión, no sé de quién, pero que en ese momento se hacía realidad: en las batallas siempre hay héroes en los dos bandos.
Todo estaba perdido para Trump cuando empezó a hablar el texano Ted Cruz, con el discurso infame de un político sin dignidad como –al tiempo– será recordado.
Ese senador republicano que había sido acusado por Trump de delincuente electoral cuando contendió contra él en las primarias de hace cuatro años, y se burló del físico de su esposa Heidi en una fotografía que subió a redes, ayer pidió anular las elecciones para congraciarse… con Trump.
Afuera del Capitolio se sucedían los enfrentamientos de los radicales del trumpismo contra la policía y elementos de seguridad del Congreso.
Cruz argumentó que “la mitad del país piensa que las elecciones estuvieron amañadas”, por lo que era necesario anularlas. “La opinión popular no impone una obligación legal”, posteó la avezada reportera Maggie Haberman, que cubre la Casa Blanca para The New York Times.
En ese momento irrumpió la turba trumpista en el Capitolio. Sonaron detonaciones, todos al piso, pidió la guardia de la sede del Legislativo.
“Ahí está lo que lograron con sus mentiras, muchachos”, gritó, mordaz, el senador republicano Mitt Romney mientras abandonaba el salón invadido por los matones del presidente.
El desastre era total. El vicepresidente Pence fue sacado por agentes del Servicio Secreto. Los asaltantes irrumpieron en la oficina de la líder demócrata, Nancy Pelosi, y dejaron un mensaje al estilo de la mafia: “No cederemos”.
Pelosi le habló a Pence para pedirle que tomara las riendas de la situación, que ya no estaba en el terreno de la política, sino en el de la justicia.
Y fue Pence, no Trump, el que llamó a la Guardia Nacional, según confirmaron fuentes de la secretaría de la Defensa a The New York Times.
“Volvamos al trabajo”, dijo por la noche el vicepresidente Pence en el Capitolio ya liberado.
Y el trabajo fue certificar el triunfo de Joe Biden, que tomará posesión el 20 de enero justo ahí, en el Capitolio que ayer mandó a asaltar el todavía presidente de la república, quien a la hora de mandar esta crónica aún no había renunciado a su cargo.