Por Fernando de las Fuentes
¡Cuántas ocultas demencias contiene el orden cotidiano!
Witold Gombrowic
La historia de la humanidad podría resumirse en un relato de nuestra tendencia a pervertir lo bueno para autodestruirnos, tratando paradójicamente de salvarnos.
En ese relato, ocuparía un lugar destacado nuestra capacidad para normalizar situaciones, creencias, actitudes y conductas que nos dañan.
Ciertamente, es a través de la normalización que podemos vivir en sociedad. Imponer normas, legales y morales, considerar normal (la regla) lo que es común a todos, es el requisito para coexistir con otros, en todos los niveles de convivencia.
Ahora bien, la normalización extrema, siempre dañina, es básicamente una necesidad emocional, que consiste en “anormalizar” a otros desde la intolerancia, imponiendo reglas sociales reprobatorias o incluso prohibitivas, a través de la violencia de cualquier tipo, lo que da como consecuencia, entre otros males sociales, discriminación, guerras y bullying.
Desarrollamos creencias y conductas que llevan como objetivo humillar en grupo a nuestros semejantes, de manera que “sientan” su “anormalidad” y ellos mismos se marginen o luchen por alcanzar aprobación. En el primer caso producimos resentidos sociales; en el segundo, enajenados.
Luego nos preguntamos por qué la juventud se organiza en pandillas, grupos que adoptan su identidad a partir de formas contraculturales, a veces ilegales, de actuar.
Lo “normal” no es más que un concepto, que se elabora, no desde lo que se acepta, sino desde lo que se rechaza, lo que asusta, perturba y desestabiliza. Comenzamos por señalar lo que no debiera ser, lo anormal; lo describimos y detallamos, lo detestamos. Muy probablemente seamos incluso incapaces de identificar con claridad lo normal, que es simplemente lo propio, contra la “anormalidad” de lo ajeno.
La normalización, a nivel personal, es la única forma de mantenerse en la zona de confort, porque nos aterra lo que hay fuera de ella, por más alentador de parezca. Nos mantenemos así en la normalidad del maltrato intrafamiliar, la violencia de género y por diversidad sexual, de la mentira y de la pobreza. Como es normal “es la verdad”.
Convertidas en verdad una circunstancia, situación, idea y/o emoción que llegaron para movernos, hacernos cambiar, pero se enquistaron en nuestras vidas por nuestro miedo a enfrentarlas, somos capaces de sostener verdaderos tormentos durante tanto tiempo como sea posible, a pesar de las vidas que ello cueste, del sufrimiento que signifique, de la indignidad que acarree, hasta que un día “revienta la burbuja” y dejamos de admitirlo y permitirlo, entonces construimos nuevas reglas de equidad, tanto a nivel personal como social, pero muchas de ellas vienen ya con la semilla de lo que será su propio exceso y se volverán a convertir, a la larga, si no es que antes, en otro horror normalizado.
Usando pues la herramienta de sobrevivencia de la normalización como arma de sometimiento o destrucción, estigmatizamos a nuestros semejantes, lo marginamos y los expulsamos del ámbito de lo normal, por tanto, los dejamos sin posibilidad de aceptación, eso que por otra parte nosotros buscamos desesperadamente, tanto como para arrebatarle a otros la posibilidad de tenerlo o simplemente negárselos, porque lo propio “es mejor” y porque no podemos dar lo que no tenemos.
En este relato de los absurdos de la humanidad, la normalización viene sostenida siempre, para poder existir, de una de las formas más persistentes, extendidas y recurridas de negación: la simulación. Hacemos como que no está pasando hasta que desaparece de nuestra conciencia. Nos sacamos solos los ojos de la atención, como un Edipo mental, para no darnos cuenta de nuestra realidad, de lo que hemos hecho o estamos haciendo, de lo que ocasionamos con ello, porque necesitamos, ante todo, satisfacer nuestras carencias y compensar las heridas de la infancia, que son los únicos motivos por los cuales podemos despreciar a quienes son nuestros iguales.
En el fondo sabemos la verdad, y nos aferramos a la mentira, la normalizamos y establecemos un nuevo régimen de horror. Establecemos el reinado de Edipo.