Por José Elías Romero Apis
En este sencillo apunte, no es mi caso defender al Presidente porque no soy su abogado. Por lo mismo, no es mi encomienda defender a las empresas quejosas. Ni siquiera me toca defender a los jueces, por idéntica razón.
Además, a lo largo de esta semana, muchos han expresado sus razones con mayor suficiencia que como lo haría yo. Y, por último, cada lector ya tiene formado su criterio y tomada su posición. Cada quien tiene el derecho de condenar, de indultar y de defender a quien se le antoje. Con ello no se daña a nadie porque únicamente somos espectadores y no protagonistas.
En realidad, ganarán mucho todos los involucrados en este affaire. El Presidente logrará un motivo de discurso muy redituable. Los quejosos obtendrán, a la larga, la protección de los laudos internacionales. Y a los jueces ya les han regalado, en fama y en renombre, lo que de otra manera les hubiera costado 15 años de esfuerzo y sacrificio.
Pero, vamos al punto. En México, el amparo no sólo constituye una institución jurídica, de las más nobles e importantes de nuestro sistema de derecho. Además de ello, el amparo constituye una vivencia para los mexicanos. Se vive con la existencia y la presencia del amparo. Se le tiene presente como solución frente al abuso del poder. Para eso fue creado y por ello existe. No sólo para producir efectos de derecho, sino también para producir efectos en la vida misma de los hombres.
Se ha calificado al amparo como una institución plena de humanismo. Concebida y desarrollada para servir al hombre, por encima de todo. No a algunos hombres antes que a otros, sino a todos los hombres como valor supremo. Pero, por eso mismo, el juicio de amparo es el juicio más incómodo para los gobernantes. Existe para contener al gobierno. Es natural que a ningún gobierno le haya gustado el amparo.
No es extraño lo que sucede en la actualidad. No les gusta que los frenen, que los estorben, que los contradigan, que los exhiban o que los venzan. Acaso ha habido diferentes estilos en la reacción. Los presidentes Luis Echeverría, José López Portillo, Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador soy muy parecidos en sus reacciones conspicuas mientras los otros han sido mucho más velados. Pero de que todos se enojan, claro que todos se han enojado.
El juicio al amparo es muy incómodo para los gobernantes porque son miles los que tienen que atender cada año, siempre como acusados, bajo el nombre de “autoridad responsable de la violación constitucional”, que equivale a presunto culpable.
Así pues, ganen o pierdan, quedan raspados como negligentes, como ignorantes o como sátrapas. Se exhibe que sus abogados no hicieron bien su trabajo. Que no consultaron a los bufetes independientes sino a sus jurídicos incondicionales. Que nunca platicaron con maestros imparciales ni con ministros de la Suprema Corte ni con expertos bien intencionados.
Si ganan el juicio nunca se les reconoce su mérito, sino que se les acusa su abuso. Sí lo pierden, se les resalta que ni “a la mala” pueden ganar. ¡Vamos!, que son unos inútiles al máximo.
También, por esa tirria que provocan, casi ningún juez de amparo puede encumbrarse en la política. Ni como senador ni como gobernador ni, mucho menos, como Presidente. En la política no les gustan los jueces de amparo. No se les invita a los cargos ni a las fiestas. Yo tan sólo he sabido de dos casos excepcionales. Bien cita Pascal Beltrán del Río a John Marshall y a Benito Juárez, en su imperdible Bitácora de anteayer.
El juez de amparo siempre ha levantado sospechas. Si concede el amparo, los gobernantes piensan que se vendió. Si niega el amparo, los quejosos piensan que se dobló.
Por último, también se ha dicho que pudiera llegarse a intimidar a los jueces de amparo. Yo no lo creo. A los jueces de amparo no los asustan los presidentes, así como a los jueces penales no los asustan los mafiosos, a los criminalistas forenses no los asustan los muertos y a los cirujanos dentistas no los asustan los chimuelos.