Por Samuel Cepeda Tovar
La principal enseñanza que he dado a mis alumnos durante 12 años al frente de grupos en nivel medio superior, es el respeto a los derechos de los demás, a las libertades individuales, a materializar la frase del mexicano más ilustre de nuestra historia, Benito Juárez, cuando aseguraba que “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Vivimos en México en una sociedad acostumbrada a meterse en vidas ajenas, a juzgar conductas ajenas, a ver la paja en el ojo ajeno y a ignorar la viga en el propio, a exhibir su pobreza mental al gastar toda la energía y saliva en despotricar contra los demás como si la vida propia fuera ejemplar, a intentar ser los dueños de la verdad absoluta al asegurar qué es lo bueno y qué es lo malo del proceder ajeno. Este tipo de personas pululan por doquier, se les encuentra en las oficinas públicas, en las colonias, en las plazas públicas y generan un ambiente propicio para que sus deleznables conductas se repliquen como virus en otros seres humanos. Afortunadamente, en días pasados tuve la oportunidad de viajar a Los Ángeles, California, y en ese lugar pude conocer de cerca y de frente la materialización de la frase del oaxaqueño en su máxima expresión. Un escenario que me dejó atónito, estupefacto, anonadado, deseoso de que todos mis exalumnos pudieran ver lo que yo estaba viendo: una sociedad plenamente liberal, respetuosa de la voluntad y derechos ajenos, reacia a imponer la visión personal y maniquea de la realidad, propensa a dejar ser y hacer a los demás siempre y cuando el orden legal no sea violentado. Cami-nando por las calles del Down-town, Santa Mónica, Hollywood era común toparse con decenas de angelinos fumando libremente un cigarro de mariguana, sin problemas con la autoridad, sin molestar a nadie más, así mismo, por doquier personas con atuendos por demás estrafalarios, como si fuesen daltónicos, con mezclas de colores sin aparente sentido, algunos descalzos, otros completamente tatuados, hombres sin camisa corriendo entre las calles ejercitándose, indigentes caminando entre los ciudadanos sin llamar la atención, sin que nadie les diera la vuelta para evitarlos, ancianos con sus cabelleras teñidas con colores fosforescentes, personas hablando en idiomas tan diferentes con absoluta confianza, gays tomados de las manos con absoluta libertad. Las sociedades desarrolladas no lo son por sus avances tecnológicos, tampoco por su infraestructura urbana, sino por el grado de madurez social para aprender a vivir en armonía. Por eso no me sorprende la inmensidad de la ciudad, el orden y limpieza de la misma, los servicios de primera calidad, tampoco sus vehículos eléctricos Tesla, sino el grado de madurez social de sus habitantes. Es cierto, Los Ángeles no es una ciudad perfecta, exenta y libre de problemas, ajena a las tragedias de la interacción humana; pero palabras como la discriminación, el Bullying, y el meterse en vidas ajenas disminuye considerablemente y se crea con ello un ambiente de inclusión, en donde todos cabemos, en donde todos podemos convivir, en donde cada quien se preocupa de su propia vida. Imposible imaginar en estos lares un escenario similar: la mariguana es un tabú, pero el alcohol no, caminar descalzo es tener problemas mentales, ser gay es algo antinatural, los ancianos se ven ridículos si se dibujan tatuajes o se tiñen el cabello, los indigentes son peligrosos y hay que sacarles la vuelta como animales peligrosos; la conducta de los demás es la comidilla de las mentes pequeñas. Sí existe la sociedad que Juárez teorizó, pero en donde él jamás lo imaginó.