Por JOSÉ BUENDÍA HEGEWISCH
La política de seguridad en el gobierno de López Obrador es un pozo negro, como las de sus antecesores. Las ciudades más violentas del mundo están en México, luego de una década de ocupar el pódium en el medallero internacional de delitos de alto impacto. Poco ha cambiado. Aunque basa su estrategia en diferenciarse de los anteriores con promesas generales de atacar causas estructurales, repite los mismos errores, como crear un padrón de telefonía móvil para atacar al crimen desde el ciberespacio, sin cortar las alas a la impunidad. Pero lejos de reducirse, despierta alarma social por el riesgo de control de datos personales y biométricos de 126 millones de ciudadanos.
En medio de la intensa actividad legislativa, bajo la consigna de desmontar al viejo régimen, el Senado avaló, con la fuerza de Morena, el registro obligatorio de usuarios de telefonía celular para enfrentar amenazas a la seguridad en el agujero negro del ciberespacio, que aloja al secuestro y a la extorsión. Pero ya una idea así fracasó en 2009 en el gobierno de Calderón, con un registro similar cuando esos delitos repuntaron 40% y 8%, respectivamente. En la ley, ahora rechazada por los de antes, se desechó crear mecanismos para inhabilitar dispositivos móviles en los penales, de donde salen 80% de las llamadas criminales. Se parecen también en creer que los delincuentes pondrán sus huellas dactilares en las tarjetas SIM, pero ninguno se preocupa por el control de las cárceles o en desarrollar capacidades de investigación en la policía.
Las cárceles, como está documentado, funcionan como call centers para secuestro y extorsión. Por ejemplo, el IFT detectó, en 2017, mil números celulares —de los que salieron más de 200,000 llamadas para cometer estos delitos— desde dos penales federales y cinco estatales de los 400 reclusorios en el país. La situación no ha cambiado en la mayor parte de las áreas de seguridad y justicia, donde las promesas de unos y otros comparten también el grave problema de convertir retóricas ambiciosas en iniciativas funcionales. En tiempos violentos es más fácil vender la idea de controlar el ciberespacio que, además ayuda a distraer la atención, por ejemplo, de la contrarreforma de la ley Gertz en la FGR para crear fiscalías autónomas.
Las coincidencias por controlar el ciberespacio reflejan impotencia de la política seguridad para dar resultados, por lo que el padrón, igual que antes, está destinado al fracaso, aunque varíe la narrativa para justificarse. Antes el error se silenciaba y el derroche de recursos se barría bajo la alfombra, mientras que ahora se disfraza en la épica contra poderes de facto y la conspiración de jueces y ciudadanos con un guion que comienza a ser habitual para explicar el descalabro de la política oficial. El gobierno acusa una campaña de desinformación sobre violación a la privacidad y planes de control con los datos biométricos, en nado sincronizado de jueces al servicio de intereses particulares, en este caso de telefonía. Defiende que es imposible atacar delitos de alto impacto sin identificar los chips de prepago de celulares, frente a la decisión de la ciudadanía de ampararse contra la inscripción en el padrón, por temor a que sus datos se ocupen para otros fines.
El juez Gómez Fierro, el mismo que concedió la mayoría de amparos por la ley eléctrica, ha otorgado ya seis suspensiones con el argumento de que no hay evidencia de que el registro reduzca el crimen. Otros abogados sostienen que hay una desproporción entre el riesgo de violación de la privacidad y los beneficios para la seguridad. En lo que también coinciden es que ahora y antes se legisla para facilitar la labor de las fiscalías, no para combatir el crimen, sino para que parezca que lo hacen. Esa es la gran perversidad. El padrón no va a llevar a capturar delincuentes, sino a las personas que se registren. Comparten la preocupación por la estadística criminal, no por los costos de combatirlo, aunque eso los lleve a igualarse en los índices internacionales de violencia o en la percepción de inseguridad de la ciudadanía.
En efecto, si las respuestas no son distintas, tampoco los resultados. Así lo demuestra que hoy 66% de la población viva con inseguridad en sus ciudades, una proporción similar a la que dejó el último gobierno, de otro partido, en 2018. En esto seguimos igual que antes.