Por José Elías Romero Apis
Las antiguas abuelas les recomendaban a sus nietos nunca jugar con los cuchillos ni con las medicinas ni con los crucifijos. Era la concisa orden de no jugar con lo que no fueran sus juguetes. De advertirles que todo lo demás era peligroso y, por lo tanto, era prohibido.
Mi padre fue un abogado y un político de pensamiento muy profundo y muy afilado, más que mis abuelas. En ocasiones le escuché decir que los presidentes podían jugar con todo, menos con tres cosas. No se juega con la Constitución. No se juega con el Ejército. Y no se juega con el Banco de México.
Con el tiempo, la vida también me hizo abogado y político. Entonces comprendí la razón que tenía mi padre. Pude escuchar, pude leer o pude ver lo que le pasó a Victoriano Huerta por jugar con la Constitución. Lo que le pasó a Gustavo Díaz Ordaz por jugar con el Ejército. Y lo que le pasó a Luis Echeverría por jugar con el Banco de México.
Todavía no terminan de cobrárselos y todavía les faltan 100 años de historia para que su pueblo se olvide de sus juegos. Ellos pasaron y se fueron a su exilio, a su soledad o a su tormento. Pero los mexicanos nos quedamos con el daño y con la tarea de reparar lo que rompieron y lo que descompusieron.
Victoriano Huerta jugó con la Constitución Política. La asaltó, la manoseó y la violó. Su culpa provocó la peor guerra civil mexicana, con un millón de muertos y tres presidentes asesinados. Para restaurar el daño tuvimos que pelear, que morir y que reconciliar. Hasta hubo que expedir otra Constitución, casi idéntica a la anterior, la cual no había pecado, sino sufrido. Hubo que pagar el juego.
Gustavo Díaz Ordaz jugó con el Ejército mexicano. Lo comprometió en un conflicto que no era militar ni requería de la fuerza armada. Lo dañó como nadie lo había hecho. Tlatelolco no se olvida. El uniforme del noble y leal Ejército Nacional todavía no puede entrar a la Ciudad Universitaria. Las heridas ya no sangran, pero las cicatrices no se han borrado. Hubo que pagar el juego. Luis Echeverría jugó con el Banco de México. Eso de que las finanzas públicas se manejan desde Los Pinos. Eso de que nuestra moneda se sostiene en el petróleo. Eso de que vale más la palabra presidencial que la reserva monetaria. Eso de que los estadunidenses nos necesitan más a nosotros que nosotros a ellos. El pueblo tuvo que pagar el juego con 20 años de estrechez y de pobreza.
Con la más sana intención aclaro que las palabras de mi padre no fueron de charla familiar, sino de alta política. No fueron hechas para el niño que era yo, sino que tuvo ocasión de decirlas a tres presidentes que gustaban de escucharlo, sobre todo en los momentos difíciles. No tengo la pedantería tan odiosa para decir que los convenció, pero sí la información tan suficiente para decir que coincidieron.
A esos tres presidentes les fue muy bien en su mandato y les fue muy bien en la historia. Los tres respetaron la supremacía de la Constitución, la institucionalidad del Ejército y la independencia del Banco. Los tres entregaron un buen Estado de derecho, una buena solidez política y una buena estabilidad económica.
Desde luego, casi todos los juguetes presidenciales y congresionales son muy peligrosos. En estricto rigor, no se debe jugar con ninguno de ellos. Pero tenemos que reconocer que hay distintos rangos de riesgo. Se puede jugar con las playas, pero no con la salud. Se puede jugar con los candidatos, pero no con el petróleo. Se puede jugar con los sorteos, pero no con los salarios.
Pero también el no jugar con lo prohibido obliga a cuidar que los demás no crean que se está jugando. Por eso, salvo obligación protocolaria, los presidentes mexicanos no se retrataban con el presidente de la Corte ni con el general secretario ni con el gobernador del Banco. Ni viajaban juntos. Ni los mostraban en el Palacio de Gobierno. Ni participaban en política. Ni, mucho menos, les prestaban la tribuna y el micrófono presidencial.
En la política hay juegos indebidos, hay jugadores impedidos y hay juguetes prohibidos.