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miércoles 3 de septiembre de 2025

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Bitácora del director

Bitácora del director

Por Pascal Beltrán del Río

El día después

Cuando empecé a hacer periodismo, los conflictos poselectorales eran parte consustancial de los procesos de renovación de autoridades y representantes.
La primera vez que viajé como enviado de un medio de comunicación, fui a la Laguna. Acaba de pasar la jornada de votación de los polémicos comicios presidenciales de 1988 y me tocó informar sobre los movimientos de protesta en la región contra los resultados oficiales.
Semanas después fui a Michoacán, donde los simpatizantes de Cuauhtémoc Cárdenas habían tomado todas las alcaldías de la entidad para repudiar la toma de posesión de Carlos Salinas de Gortari.
Las cosas ya no se calmarían allí, pues hubo cuatro procesos electorales en los siguientes cuatro años y el presidente Salinas estaba decidido a someter a Cárdenas en su propio terruño. La violencia política en Michoacán dejó muertos y encarcelados.
A lo largo de ese sexenio, hubo conflictos poselectorales en muchos otros estados, como Guerrero –donde también hubo muertos–, Guanajuato, San Luis Potosí, Tamaulipas y Tabasco.
Tomó años lograr que las votaciones dejaran de ser escenario de confrontación física. Con la conformación de un árbitro electoral nacional autónomo y su réplica en las entidades federativas, los procesos eventualmente se tornaron pacíficos, incluso aburridos.
Por supuesto, casi nunca hemos visto en México ese rasgo de normalidad democrática que es que los candidatos perdedores acepten tranquilamente la derrota y feliciten a los ganadores, pero quizá –con el paso del tiempo y de haber seguido por la misma senda– lo habríamos podido conocer.
Desafortunadamente, este país parece estar retrocediendo a las épocas en que las elecciones se resolvían con manifestaciones y violencia callejera, cuando las partes se retaban a cotejar actas públicamente. A la creciente tensión entre el oficialismo y la oposición, que se acusan mutuamente de incidir de forma ilegal en los comicios y de buscar manipular la decisión de los votantes, se ha sumado la coerción de las bandas criminales que buscan imponer autoridades a modo.
Salvo en los casos en que un partido o alianza ganen las votaciones por un amplio margen, lo previsible es que al día siguiente de los comicios del 6 de junio la discusión pública sea dominada por disputas sobre los resultados y que los candidatos triunfantes sean blanco de recriminaciones, calumnias y amenazas.
La autoridad electoral, que había tenido la capacidad de resolver diferencias, ha sido desconocida como árbitro imparcial por parte del presidente Andrés Manuel López Obrador y sus seguidores, quienes incluso la han amenazado con la extinción. La intervención del Ejecutivo en los comicios –admitida por él mismo– ha creado la posibilidad de que la oposición pida la nulidad de las elecciones en los casos en que gane el oficialismo. Y las denuncias sobre la imparcialidad del INE y el Tribunal Electoral, así como el uso de programas sociales por parte de algunos gobernadores hacen prever que Morena y sus aliados no reconozcan sus derrotas.
Quisiera que fuera distinto, que las elecciones volvieran a ser tediosas y hasta cierto punto previsibles, pero me temo que nos encaminamos a un escenario de conflicto.
¿Qué pasará si el Presidente no respeta el llamado “periodo de reflexión” y no suspende sus mañaneras el jueves y el viernes previos a las votaciones, como sucede, por ley, con las campañas electorales? ¿Qué acontecerá si desde allí vuelve a llamar a los votantes derrotar al “partido conservador” y convoca a sus simpatizantes a congregarse en las casillas para vigilar “que no se haga el fraude”? ¿Qué ocurrirá si, antes de que se dé el cómputo de los votos, López Obrador califica los comicios de ilegítimos?
Ojalá no veamos nada de eso, pero es mucho esperar. Las elecciones libres y limpias, que tanto trabajo costó construir, han sido manchadas por acusaciones sin fundamento. En las urnas se enfrentarán bandos que no quieren conciliar y construir sino acusar y destruir. Estamos volviendo a los tiempos en que hacer política implicaba un riesgo mortal y en los que el conflicto y la incertidumbre eran la única desembocadura garantizada del acto de votar.

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