Por José Elías Romero Apis
Soy un demócrata complacido de la democracia de mi país. Pero estoy consciente de que, en todo el mundo, hoy la democracia es un sistema de promesas de resultados sin garantías de cumplimiento. Una parte de nuestra vida está diseñada para las promesas y no para los cumplimientos. Quizá por eso funciona mucho mejor nuestro INE que nuestra Profeco.
Las leyes y la política no prohíben ni castigan la promesa en falso. Timar a esos ingenuos que somos los electores goza de total impunidad. Es más, no sólo se perdona, sino que se premia. Nuestro reclamo, nuestra decepción y nuestro enojo aparecerán cuando ya no hay remedio. Como muestra, preguntemos si nos han cumplido las promesas de las últimas 4 o 5 más recientes elecciones de legisladores, de alcaldes, de gobernadores o de presidentes.
Por eso, los electores deben ser muy cuidadosos y, a falta de otros indicadores, los resultados de las gestiones anteriores pueden ser un buen indicio de lo que cumplirá cada candidato.
Así sucede cuando llegamos a un restaurante al que nunca hemos ido. Con acudir a los baños podemos suponer cómo está el cuidado y la higiene de las cocinas. De inmediato sabemos que si lo que se ve no recibe esmero, peor será lo que no se ve. Si sus excusados nos llevan al asco, de seguro que sus ollas nos llevarían a la basca. Si todavía estamos a tiempo, salgamos sin comer. Si ya no hay remedio… pues tratemos de olvidar.
Como todo citadino, circulo a diario por las calles de las ciudades. Y allí me percato de un indicio alarmante. Veo las calles reventadas. Las vialidades destruidas por los agujeros, peligrosas por las coladeras abiertas, engañosas por la falta de señalamientos. Las aceras levantadas. Las guarniciones, quebradas. Todo esto, lo mismo en las zonas populares que en las colonias residenciales, sin distinción de partido ni de sexenio.
Y aquí es donde me asusto. Que, si eso es lo que se ve de la gestión gubernamental, ¿qué será de lo que no se ve? Si así está la avenida, ¿cómo estará la legalidad? Si así está la banqueta, ¿cómo estará la honestidad? Si así está el camino, ¿cómo estará el destino?
Algunos me dirán que los indicadores no aconsejan ni a quién escoger. Debo reconocer que es cierto en gran parte. Los resultados del pasado no nos satisfacen en cuanto a criminalidad, en cuanto a honestidad, en cuanto a efectividad y en cuanto a seriedad. Pero los resultados del presente tampoco nos han remediado y, en algunos aspectos, nos han empeorado.
Siempre se nos hubiera antojado tener un abuelo corrupto que ardiera en el infierno por ratero, pero que nos hiciera ricos y felices durante tres generaciones de nietos. Pero ahora, además, quisiera que en la próxima vida mi papá fuera candidato a gobernador descalificado por el INE.
Eso nos pasa a los ciudadanos electores. Hace 40 años no imaginábamos en lo que terminaría el narcotráfico. Hoy todavía no sabemos si terminará. Hace 60 años no sabíamos en lo que finalizaría la corrupción. Y hoy tampoco sabemos si finalizará.
Pero esa misma oscuridad envuelve a los gobernantes. No siempre saben el tamaño de sus problemas políticos porque es incalculable y es impredecible. Por eso, en este momento no sabemos si el tamaño de la Línea 12 llegue a ser del tamaño de Ayotzinapa o del tamaño de San Juanico o del tamaño de Guadalajara o del tamaño de Tlatelolco.
En ese sentido, la política es como los terremotos. Cuando lo empezamos a sentir, aún no sabemos en lo que terminará. El 2 de octubre empezó como una insignificante trifulca callejera entre preparatorianos. La pérdida de Texas comenzó porque el soberbio presidente Santa Anna plantó al modesto colono Moses Austin en su antesala del Palacio Nacional. Y la mayor guerra civil de la historia latinoamericana la comenzó Francisco I. Madero con una campaña electoral, no con una revolución armada.
Como siempre, espero y deseo que los electores cumplamos con nuestro deber y, como desde hace mucho tiempo, espero y deseo que los electos cumplan con su obligación.