Por José Elías Romero Apis
Hace algunas semanas relaté aquí en Excélsior que los presidentes pueden jugar con todo lo que quieran, menos con la Constitución, como lo hizo Victoriano Huerta. Ni con el Ejército, como lo hizo Díaz Ordaz. Ni con el Banco de México, como lo hizo Luis Echeverría.
Pero la vida me ha permitido ver, leer o escuchar que hay muchos otros juguetes presidenciales prohibidos. No se debe jugar con la reelección, como lo hizo Álvaro Obregón. Es cierto que lo asesinó un cristero, pero también es cierto que ya había malestar entre sus allegados. Le costó la vida.
No se debe jugar con los maximatos, como lo hizo Plutarco Elías Calles. Provocó la condena de todos los futuros expresidentes mexicanos. Ninguno se ha salvado en el pasado y yo creo que ninguno se salvará en el futuro. Le costó el exilio.
Tampoco se debe jugar con los Estados Unidos, como lo hizo Santa Anna. Menos-preciando el asunto de Texas, ninguneando a Moses Austin y cometiendo el más grande error de la historia mexicana. Le costó la mitad de México.
Hay espacios prohibidos. Por eso, no se juega en la cocina, no se juega en la ducha y no se juega en la escalera. Si vemos la historia política del Norte nos aparece casi lo mismo.
No se juega con la mafia, como algunos dicen que lo hizo John F. Kennedy. Hay alguna teoría que liga lo de Sam Giancana, lo de Judith Campbell y, al final de cuentas, lo de Dallas. Le costó la vida.
No se juega con la opinión pública, como lo hizo Richard Nixon. Watergate, Washington Post y las grabaciones clasificadas. Le costó la Casa Blanca.
Y no se juega con las acusaciones hacia el pasado, como lo hizo Lyndon Johnson. Inculpar a Kennedy, a Eisenhower, a Bobby, a McNamara y a Foster Dulles. Le costó la reelección.
Hay lugares prohibidos. Por eso, no se juega en los velorios, no se juega en los hospitales y no se juega en las cárceles. Los políticos siempre debieran recordar esta metáfora.
Y si vemos la historia política de Europa, nos aparece casi lo mismo. No se juega con los secretos de Estado, como lo hizo John Profumo, compartiendo los secretos militares del Reino Unido con la prostituta Christine Keeler, quien los compartía con su amante caribeño, quien los compartía con la Unión Soviética. Le costó el cargo y el divorcio.
No se juega con las consultas populares, como lo hizo Charles De Gaulle. Perderlas y enojarse. Le costó la Presidencia. Y no se juega con Rusia, como lo hizo Adolfo Hitler, cometiendo el más grande error de la historia alemana. Le costó la derrota y la humillación.
Dice la picaresca mexicana que hay personas prohibidas. Que no se juega con los jefes a los juegos de vencidas. Que no se juega con los clientes a los juegos de adivinanzas. Y que no se juega con las comadres a los juegos de manos.
La política es muy espectacular, como lo es un circo. Pero hay que tomar las precauciones necesarias. Por eso, no se juega con el trapecio, si se salta sin red. No se juega en la jaula con fieras. Y no se juega con los payasos que regalan dulces y golosinas.
Entonces, nos preguntamos ¿con qué se juega en la política? Con nada o con muy poco. Algunos me dirán que los presidentes sí juegan de vez en cuando. Estoy de acuerdo con ello. Les gusta jugar con la sucesión presidencial. Es su juego favorito. Con ello sólo dañan a los perdidosos. A algunos les ha gustado jugar al amor. Con ello no dañan a su pueblo.
Pero a algunos les ha gustado jugar al héroe. Éstos son muy peligrosos porque se les puede ocurrir recuperar el tiempo, recuperar la historia o recuperar California. Es decir, recuperar lo que ya no tiene remedio.
En la política, el político profesional no juega. Para el cirujano, no es un juego operar a un moribundo. Para mí, como abogado, no es un juego defender a un acusado. Y para un presidente, no es un juego salvar a su nación. Podrá ser delicioso porque es nuestra profesión, es nuestra vocación y es nuestra pasión. Pero nunca sabemos enojarnos, nunca podemos fatigarnos y, sobre todo, nunca debemos equivocarnos.