Por Pascal Beltrán del Río
La alternancia es lo que mueve más a los votantes
Los resultados de las elecciones del 6 de junio han provocado un torrente de análisis en un intento de dilucidar su significado y sus consecuencias.
Antes de interpretar si los ciudadanos guiaron su decisión por los nombres en la boleta o por los postulados de los partidos políticos o por su opinión sobre el Presidente de la República, quizá valdría la pena considerar una hipótesis más sencilla: la costumbre del electorado de producir alternancias.
A lo mejor debido al largo periodo de autoritarismo que vivió el país o al creciente cinismo de los gobernantes –o ambas cosas–, los ciudadanos tienen muy poca paciencia y frecuentemente usan su voto para botar del poder a los partidos. El día de los comicios se ha convertido en el momento de cobrar a los políticos todas las cuentas reales o imaginarias.
Veamos lo que ha sucedido a nivel nacional: de las últimas cuatro elecciones presidenciales, la mayoría de los votantes sólo ha optado por el partido gobernante en una ocasión, y lo hizo por apenas 243 mil votos o 0.58 puntos porcentuales.
Si nos vamos al nivel estatal, ha sucedido algo parecido: de las 140 elecciones para gobernador (o jefe de Gobierno) que se han realizado en el país de 1998 a la fecha, 62 (44%) han dado por resultado una alternancia de partido en el poder.
En esos 23 años, incluyendo las elecciones del domingo pasado, sólo quedan cuatro estados del país que no han experimentado el cambio político en la gubernatura: Coahuila, Estado de México, Guanajuato e Hidalgo. Y hay once estados que han tenido tres o más alternancias en el Ejecutivo local durante ese periodo: Aguascalientes, Baja California Sur, Chiapas, Guerrero, Michoacán, Morelos, Nayarit, Sinaloa, Sonora, Tlaxcala y Yucatán.
El domingo, de los 15 estados que tuvieron elección de gobernador, tres –Baja California, Chihuahua y Querétaro—no votaron mayoritariamente por un cambio de partido.
Entre los 12 estados que optaron por la alternancia, hay varios en los que esto se ha vuelto la norma. Por ejemplo, Sonora, Sinaloa y Michoacán, cuyo electorado ha votado por cambiar de partido gobernante en las tres elecciones más recientes. O Nayarit y Tlaxcala, que han hecho lo mismo en cuatro de las de las últimas cinco ocasiones. O Guerrero, en tres de las últimas cuatro. O Baja California Sur, en tres de las últimas cinco.
Aunque la proclividad de botar a los partidos gobernantes habla de la falta de continuidad de programas gubernamentales, también es un testimonio de la libertad con la que se ha ejercido el sufragio en México –pese a toda la retórica en contrario– desde que los organismos electorales se independizaron de los poderes públicos.
Por eso, es un error decir que las elecciones del domingo pasado fueron algo excepcional.
Antes de 1998, cuando ya funcionaban plenamente el IFE (hoy INE) y los institutos electorales estatales, las alternancias eran escasas. No se había dado una sola vez un cambio de partido en la Presidencia y apenas en un puñado de ocasiones en gubernaturas: Baja California (1989), Chihuahua (1992), Guanajuato (1995), Jalisco (1995), Querétaro (1997), Nuevo León (1997) y Distrito Federal (1997).
Y aunque hoy en día quedan estados que nunca han tenido un gobernador que no sea del PRI, se trata de un grupo en proceso de extinción: Estado de México, Hidalgo y Coahuila. A juzgar por los resultados preliminares de las elecciones del domingo, dos entidades saldrán pronto de esa lista: Campeche y Colima.
Como se ve, la alternancia se ha vuelto el signo de las elecciones mexicanas. También se encuentra en municipios y alcaldías, como sucedió en la CDMX el domingo, cuando la oposición arrebató varias a Morena, o en Puebla, donde el partido del gobierno perdió la capital estatal.