Primero, el oído; luego, el tacto. Ambos sentidos -y tras ellos el resto- enardecieron cuando Ángela Gurría, casi veinteañera, supo que la piedra no es inerte.
Un hallazgo que no sólo definió su carrera como escultora, sino también su predilección por las obras en este material, varias de ellas monumentales.
A los 92 años, protagonista de la próxima exposición en la galería Proyectos Monclova, titulada Escuchar la materia, Gurría aún se sorprende todavía por las posibilidades de la piedra.
«Tiene un sonido que surge cuando uno la trabaja, va indicando por dónde debe responder. Es como un amante que te dice dónde quiere que lo toques», define en entrevista vía correo electrónico.
Desbastar La nube, por ejemplo, pieza de 1973 que se exhibe de manera permanente en el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México, fue para ella como adentrarse en una «magnífica sinfonía». El mármol, recuerda, sonaba como miles de campanas.
«La piedra es ilimitada, no materia inerte como se dice. Vibra cuando te siente y avisa del peligro; te advierte de las fisuras, te grita diciendo: ‘¡Basta!’. Si te arriesgas a trabajarla en esas condiciones, la matas. Siempre he trabajado la piedra por oído. Existe una sensibilidad definitiva en ese material. Primero la preparas, la observas y luego, con todos tus sentidos, la trabajas, hasta que se vuelve tu propio tacto».
Fue innato, cuenta, su interés por la escultura, en la que se interesó desde la niñez, pero que afianzó en la juventud.
«Como a los 18 o 20 años escuché a unos canteros que estaban trabajando en una construcción. Al escuchar el ritmo que provenía del golpeteo de los cinceles contra las piedras quedé fascinada. Así que me hice de una piedra, un mazo y un cincel y comencé a trabajar», relata la artista, cuyos primeros años transcurrieron en la calle de Orizaba, en la Colonia Roma, donde pasaba sus días dentro de la gran biblioteca que había en su casa.
Más tarde, estudió con Germán Cueto, luego con Mario Zamora y, posteriormente, con el fundidor y escultor Abraham González.
Pero, antes de dedicarse a las artes plásticas, cursó Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y formó parte, a pesar de la oposición de su padre, del teatro universitario.
«Me dijo que el teatro no era para una mujer. Al casarme llegué finalmente a la escultura. Fue mi suegra quien me apoyó y con quien tuve un gran contacto espiritual. Así, inicié mis estudios en el México City College, donde Cueto impartía cátedra. Más tarde, al querer inscribirme a las convocatorias para concursos, tuve que cambiar mi nombre para que no se dieran cuenta que era una mujer la que estaba queriendo participar. Finalmente, pude darme a conocer con mi verdadero nombre».
Usaba el seudónimo de Alberto Urías, apellido que sonaba como el suyo.
En 1959 expuso en la pequeña Galería Diana, sobre Reforma, once obras, que, según el crítico Ceferino Palencia, mostraban una propensión religiosa.
«Después de su primera exposición, su padre -quién se había opuesto a la vocación de Ángela- le escribió una carta de la que ella recuerda un fragmento: ‘Hijita: Sé cómo te sientes, pero tú has dado todo lo que has podido y lo has tratado de hacer bien. Si alguien piensa lo contrario, es que es un idiota’. Con la venia paterna continúo su trabajo escultórico que pronto desembocó en obras de gran formato», según relata la semblanza que publicó el Museo Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano con motivo de la exposición Espiral perfecta, que se presentó en el recinto en 2019 para celebrar los 90 años de la artista.
EL CAMINO HACIA LA ABSTRACCIÓN
En sus obras monumentales resuena su afición por las formas escultóricas precolombinas, señala la ganadora, en 2013, del Premio Nacional de Ciencias y Artes.
«Siempre he tenido una gran admiración por la escultura prehispánica, de ahí surgió mi vocación. Somos descendientes de esa manifestación cultural. En muchas obras lo que hice fue recrear y depurar los temas prehispánicos y pasar de lo completamente figurativo a una síntesis que puede acercarse a lo abstracto sin perder su esencia».
El trabajo de Gurría terminó por integrarse al espacio público.
Piezas como Señales, al inicio de la Ruta de la Amistad -corredor escultórico diseñado por Mathias Goeritz y Pedro Ramírez Vázquez para las Olimpiadas Culturales de 1968-, así como el Monumento al trabajador del drenaje profundo, al norte de la capital, o Río Papaloapan, en el MAM, forman parte del paisaje urbano de la Ciudad.
«Siempre me ha interesado la integración de la escultura con la arquitectura. Para que se dé esta integración, además de tomar en cuenta el material y la ubicación, es importante considerar las dimensiones. Al integrar estos elementos se trata de una escultura urbana que pueda tener a su alcance la transformación del medio ambiente. Esto representa un reto para la creatividad y el trabajo en equipo», refiere Gurría, quien proyecta en soledad sus piezas, pero rodeada de canteros, herreros, arquitectos, coladores y otros profesionales.
«El escultor vive en función del ritmo de la materia que utiliza. Sus manos son las amantes que pretenden captar la sensualidad del universo. Como en un sistema de vasos comunicantes, esas manos van nivelando el lenguaje del escultor con el espectador», reflexiona sobre su relación con los materiales, que, además de la piedra, han incluido el mármol, el barro, el bronce, la madera o el cristal. Pero la predilecta para ella, asegura, es la primera.
ESCUCHANDO LA MATERIA
La presencia de la piedra predomina en la exposición que Gurría inaugurará en Proyectos Monclova el 18 de junio, con un total de 60 obras escultóricas, así como dibujos o exploraciones en papel relacionadas con su producción.
Con un periodo que abarca cuatro décadas, de los años 60 al 2000, la muestra enfatiza la vigencia que mantiene la propuesta plástica de esta artista, quien muy pronto en su carrera se interesó por las formas orgánicas abstractas, indica en entrevista Polina Stroganova, directora de la galería sede.
«Tenemos un enfoque hacia la obra sintética, más abstracta. No veremos cosas particularmente figurativas», puntualiza.
Escuchar la materia es el título de la exposición, y pone en relieve las indagaciones que han vertebrado el trabajo de Gurría, por ejemplo la naturaleza, patente en cactus, tortugas, palomas, así como su interés por las calacas o el legado prehispánico, siempre desde la abstracción.
Este acercamiento a la artista incluye también documentos de su archivo -entre ellos algunas fotografías que le hizo Kati Horna- que destacan su carácter pionero y trascendencia histórica al ser la primera mujer en ingresar a la Academia de las Artes en 1973, excepcional también por emprender en aquella época obras monumentales en el espacio público.
Una vez abierta, la muestra se mantendrá en exhibición hasta el 21 de agosto en Lamartine 415, Polanco.
A la inauguración, si su salud se lo permite, acudirá la artista.
«He estado recluida en mi casa con mi familia», relata la escultora ante la prolongada pandemia de Covid-19: «A todos nos ha afectado de una u otra manera. Lo lamentable es la pérdida de los familiares y amigos. Espero que pronto podamos volver a abrazar a nuestros seres queridos».
UN IDILIO CON EL CANTO
Una faceta poco conocida de Gurría es su afición por la música.
«Tocaba la guitarra y escribió canciones, entre ellas una muy famosa: El día que me dijiste, que interpretaron Chavela Vargas y otros cantantes», señala Stroganova.
Y además ha sido musa de poetas. Alentó, por ejemplo, el canto de Rubén Bonifaz Nuño, quien escribió El corazón de la espiral, un homenaje a su creación.
«Gurría representa un personaje fundamental en la historia de la escultura de la segunda parte del siglo 20 mexicano. Hay que promoverla y darle más visibilidad», insta Stroganova.