
Por: Teresa Martínez
En sus inicios, el artista Mario García Torres no dejaba ni un cabo suelto al desarrollar sus proyectos: les dedicaba años de investigación y se aseguraba de visualizar la obra antes de realizarla.
Ahora es más experimental, menos solitario e invita a creadores de distintas disciplinas a colaborar.
“Me parece más interesante empezar a publicar destellos de ideas y ver qué sucede”, explica el coahuilense.
“Se convierte en un laboratorio que sucede públicamente. Cada vez me interesa que mi obra sea una plataforma para que muchas subjetividades le den forma. Mi función como artista es un medio”.
Así son sus obras recientes, como el performance “We shall not name this feeling”, con el músico Sol Oosel, que tuvo dos presentaciones y un ensayo en Marco. Fue como un collage de formatos entre conferencia y concierto experimental con momentos melódicos.
También con el proyecto de la vocal “Secte”, el diseño de una letra parecida a la “e” que desarrolló con el tipógrafo Aldo Arillo, como una propuesta para el lenguaje inclusivo, que generó polémica en redes.
Ambos son parte de su retrospectiva “La poética del regreso” en Marco, que celebra sus 20 años de carrera.
Pero ese contraste entre el Mario del pasado y el de hoy lo observa como una aceptación de lo que por años renegó.
“Desde la universidad y los discursos que sucedían en los museos en ese momento, tenían que ver más con un discurso como más gestual y más emocional, un poco más romántico de lo que yo quería”, expresa.
“Cuando eres joven reaccionas a las cosas, te haces el punk, y luego como que empiezas a madurar”.
“Empiezas a entender que hay otro tipo de sutilezas en el mundo, en el pensamiento, que tienen que ver más con humanidad que con ideas racionales. Las últimas obras permiten eso. Es como un regreso a ese primer momento al que estaba reaccionando”.
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Nació el 21 de marzo de 1975 en Monclova, Coahuila. Es hijo de Alicia María Torres y Jesús Mario García, dedicados al comercio de alimentos, junto a su hermano Jesús Enrique.
Su otro hermano, José Carlos, se inclinó por el mercado del arte y tiene la galería que lleva su nombre, con sede en Mérida y Ciudad de México, y que representa a Mario en el País.
En Monclova el entretenimiento consiste en carnes asadas y beisbol, cuenta Mario. Pero hay un espacio único: el Museo Pape, donde su mamá fue voluntaria y a donde acudían él y sus hermanos desde niños.
Ahí conoció la obra de Manuel Felguérez. Le impresionaron sus composiciones geométricas realizadas en computadora a través de una operación matemática. También vio obras del colectivo Semefo y de Frida Kahlo.
Su mamá recuerda que desde niño Mario es observador, sensible, curioso, y a sus familiares les hablaba a detalle sobre las obras de arte que veía.
“Pudimos proporcionarle un lugar adecuado donde instaló su taller. Pasaba horas trabajando”, comparte Alicia María.
“Nosotros le proponíamos hacer una carrera más tradicional.
Sin embargo él no cedió, siempre estuvo seguro de dedicarse al arte y nosotros nos convencimos”.
En la licenciatura de artes en la UDEM coincidió con Zélika García, fundadora de Zona Maco, y Sofía Hernández Chong Cuy, directora del Kunstinstituut Melly en Róterdam.
“Cuando llegué a Monterrey, la universidad me permitió ver que el arte era una cosa mucho más compleja. Y más que ahuyentarme, me entusiasmó más”, evoca.
Entre los libros y revistas de la biblioteca, Mario encontró artículos sobre exposiciones en grandes museos que en ese momento, los años 90, revisaban del arte conceptual.
Se trata de un movimiento de los 60 que cambió muchos paradigmas del arte. Por ejemplo, que la idea es lo central y no la factura y destreza técnica para crear una obra.
Como muchos de sus contemporáneos, su obra fue influenciada por esas lecturas.
“Me llevó a establecer que yo también era un profesional, y que el arte no tenía que ver con ser un personaje llevado solamente por las emociones, sino que debería haber un discurso racional y profesional, y ser parte de la sociedad”, externa.
“Empecé a entender que había una cosa que se llamaba arte conceptual, donde el artista era un intelectual y no un bohemio.
Ese fue el espacio que encontré donde esas ideas racionales podían existir”.
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En Monterrey, Mario participó en varias exposiciones colectivas y obtuvo una mención honorífica en la Tercera Bienal Monterrey (Femsa), de 1996.
Realizó proyectos con la agrupación La Mesa, con Aldo Chaparro, Vanessa Fernández y Mauricio Cortés.
En 1999 curó y organizó la expo “Fit Inn” en el Hotel Virreyes, en el Centro de Monterrey, con obras de Ismael Merla, Francisco Larios y otros.
El entonces director del Museo Carrillo Gil, Osvaldo Sánchez, que estaba en la Ciudad, visitó la muestra y lo invitó a trabajar como curador de medios electrónicos.
Ya en el recinto de la Ciudad de México, Mario le dio cabida a propuestas de artistas como Miguel Calderón e Iñaki Bonillas.
“Creo que me convertí como una especie de vocero de esa generación”, dice Mario.
“Llegó un momento en que sentí que se me estaba yendo el tren y que estaba trabajando para otros y no para mí”.
En 2003 obtuvo una beca Fulbright para estudiar el Master of Fine Arts en el California Institute of the Arts en Estados Unidos.
Para 2004, el galerista Jan Mot en Bruselas conoció la obra de Mario por el curador lituano Raimundas Malasauskas, quien la descubrió por Sofía Hernández.
Su obra estuvo en la expo “What did you expect?”. Poco después, la galería belga le dedicó una muestra y comenzó a representarlo.
Jan Mot, donde continúa, lo vinculó con colegas, curadores y coleccionistas con gran interés por procesos y obras más conceptuales.
“Había vendido un par de piezas y parecía que el panorama empezaba a ser posible. Todo mundo me decía: ‘eres un suertudo’”, recuerda entre risas.
“Fue extremadamente importante, me abrió el mundo.
Porque aunque yo hacía una obra muy relacionada al pensamiento del arte conceptual, parecía que en México no había espacio para eso”.
Actualmente a Mario lo representan Taka Ishii Gallery, en Tokio; neugerriemschneider, en Berlín; Franco Noero, en Turín; y FF Projects en San Pedro y Los Ángeles.
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De 46 años de edad, Mario es alto, delgado, de pelo lacio y largo, barba corta y poblada. Usualmente porta vestimenta deportiva y gorra, siempre con colores sobrios.
“Tiene mucha facilidad para relacionarse. Para él todas las personas son importantes y no hace distinciones. Es muy observador”, describe su mamá.
Radica en la Ciudad de México. Es divorciado y tiene una hija de 14 años: Tina.
Aunque su carrera está llena de logros, él prefiere vivir en el presente.
Y son varios: su obra está en colecciones de espacios emblemáticos como el Centre Georges Pompidou en Francia, MoMA y Guggenheim en Nueva York, y Tate Modern en Londres.
Ha presentado proyectos en la Bienal de Venecia (2007), Bienal Mercosur (2013), 8th Berlin Biennale (2014), Sharjah Biennial 13 (2017) y en la prestigiosa galería White Cube. Ganó el premio Cartier en la Frieze Art Fair de Londres en el 2007.
“Nunca los he pensado como logros”, expresa. “No volteo para atrás ni siquiera para adelante.
“Trato de mantener mi vida en el presente. Cada vez que empiezo un reto nuevo estoy 100 por ciento en eso, las cosas han funcionado, y cada proyecto me ha llevado a otra cosa”.
Su retrospectiva en Marco es una oportunidad para conocer su obra, en la que retoma episodios de la historia del arte, como One Hotel, que el artista italiano Alighiero Boetti estableció en Kabul, Afganistán, en los años 70.
Al encontrar ese dato, Mario quiso profundizar. Su investigación es narrada en “¿Alguna vez has visto la nieve caer?”, video expuesto en 2010 en el Museo Reina Sofía, en Madrid, que ahora está en Marco.
Al ser invitado a Documenta 13 en 2012, de las exposiciones más importantes en el mundo del arte, Mario continuó su investigación ya en Kabul. Encontró el hotel, lo rentó por un año, y ahí realizó el video “Tea”, donde se cuestiona su visita.
Ese proyecto implicó que el programa de Documenta ocurriera en Afganistán, y no solo en Kassel, Alemania, su sede tradicional cada cinco años.
“Era enfrentarnos a una cosa arriesgada políticamente, llevar una exposición a un lugar en guerra. Tuvimos que prepararnos, razonar muchas veces sobre qué hacíamos y por qué”, relata.
“Solo un periodista logró entrar a Afganistán, se convirtió en una exposición que se volvió casi un rumor”.
Taiyana Pimentel, directora de Marco y curadora de la retrospectiva destaca que “Esta escultura” (2020) ha sido una de las más populares en las redes. Es una réplica del letrero del antro Kokoloko, sugiriendo que el artista lo rescató para colocarlo en el museo.
“Mario es un artista muy fino en términos intelectuales. También (su obra) es bastante fácil de leer”, describe sobre el artista, quien también retoma elementos de la cultura popular, como Rigo Tovar o la canción “Jump”, de Van Halen.
“Lo que le interesa no son los grandes momentos históricos, sino esos momentos que se desconocen, que no están escritos en la historia del arte. A partir de ellos, genera historias”.
Aldo Chaparro, su amigo y quien fue su maestro de escultura en su taller y en la UDEM, considera que Mario ha llegado lejos porque siempre se lanza a lo nuevo sin ningún miedo, al mismo tiempo, es calculador y eso le da confianza.
“Tiene una determinación de hierro”, resalta. “Y aunque entiende las reglas del juego, su obra siempre está tratando de subvertir el sistema.
“Su energía vital es la misma desde que lo conocí, pero hay otra parte de Mario que está en constante evolución. Esa especie de inconformidad lo obliga a vivir una experiencia cada vez más compleja y diferente”.
En su regreso a la Ciudad, Mario ya no se percibe como un ente individual en el arte.
“Lo que yo he encontrado en el arte es una comunidad de gente con intereses afines. Cuando uno está haciendo obras de arte o exhibiendo lo que uno está haciendo en realidad es decir públicamente lo que a uno le interesa”, dice.
“Más que generar objetos, el arte se convierte en una comunidad, es solo la excusa para seguir alimentando esos intereses y ese espacio humano”.