Por Pablo Hiriart
Tragedia en Surfside
SURFSIDE, Florida.- Por las calles de este pueblo no se ven personas, y las pocas que aparecen en el sopor caliente y húmedo del medio día se esfuman como ánimas en pena.
Todo es silencio, salvo el esporádico ulular de alguna sirena de los camiones con bomberos que van o vienen del sitio de la catástrofe, al norte del condado de Miami Dade.
Para llegar a las inmediaciones del edificio que se derrumbó la madrugada del 24 de junio hay que hacerlo a pie, pues todos los accesos están bloqueados por la policía desde unas 20 cuadras a la redonda.
Un señor, cubano, residente de Surfside, sin saber de dónde salió lo vi junto a mí y caminamos callados hasta que de pronto dijo, como si hablara consigo mismo: “Esto es terrible, terrible. No sabemos qué pasó… Se cayó sólo una parte del edificio… Yo no tengo familiares ahí, pero son seres humanos… Hay cientos de atrapados”.
Siguió su camino sin despedirse y desapareció por la avenida Harding, en el centro de esta ciudad con casas de un piso, algo antiguas, canales marinos y jardines con flamboyanes verdes pero sin flores, y una espesa vegetación de almendros amargos.
Dos cuadras antes de llegar al edificio colapsado está el lugar para la prensa, un amplio terreno convertido en lodazal, donde las grandes cadenas, medios locales e internacionales, tienen sus campamentos con la mejor artillería de la comunicación moderna.
No hay vista al derrumbe (lo tapa otro edificio ovalado), pero las autoridades están ahí y dan la cara.
La alcaldesa de Miami Dade, Daniella Levin Cava, demócrata, explica que anoche (esta crónica la hice el viernes 2) fue particularmente duro para los rescatistas porque se sacó de los escombros el cuerpo de una niña de siete años, hija de un bombero. “Mi corazón está con ellos”.
Francis Suárez, el alcalde (mayor) republicano de la conurbada ciudad de Miami, pidió a los comunicadores el respeto a la privacidad de los bomberos y sus oraciones para las víctimas y sus familiares.
No era necesario. Nadie de la prensa gritó preguntas en busca del sí o del no sensacionalista. Había recogimiento, dolor, solidaridad. “¿Quieres agua?”, me dijeron desde la tienda de la televisión colombiana, al pasar con la playera empapada en sudor y el lodo pegado a los pantalones.
El día anterior (jueves 1) el presidente de la República y su esposa Jill fueron al lugar de la tragedia, y el mandatario del país más poderoso del planeta se sentó con los centenares de deudos y familiares de las víctimas.
Joseph Biden dio lo primero que se espera de un gobernante humanista a los ciudadanos víctimas de la súbita desgracia: consuelo.
En paralelo van las investigaciones, pero lo principal en este momento es rescatar a las casi 150 personas aplastadas entre el acero y el cemento de esa mole desguazada.
Biden se reunió a puerta cerrada con los familiares, sin prensa, y lo que se filtró fueron imágenes tomadas con el celular de los familiares ahí presentes, no de su aparato de propaganda.
Les dijo que lo más difícil en ese momento era saber si sus seres queridos estaban vivos o no. Recordó cuando murieron su esposa y su hija menor en un accidente automovilístico. No sabía si se salvarían o no. “La espera, la espera es insoportable”. Su hijo Beau sobrevivió, pero murió de cáncer años más tarde, “literalmente, en mis brazos”.
“Algunos me decían, con buenas intenciones, sé lo que sientes, sé lo que sientes, Joe. Me volvía loco oír eso, porque no tienen idea de lo que se sufre. Ustedes sí”.
Se le quebró la voz en varias ocasiones: “Están pasando por un infierno”, les dijo.
Luego de pasar tres horas con los familiares, “porque quería hablar con todas las personas que quisieran hablar conmigo”, dio una conferencia en la que relató “las preguntas desgarradoras” que le hicieron: ¿podremos recuperar los cuerpos para poder enterrarlos?, ¿si no es así, qué podemos hacer?
“Me senté con una señora que acababa de perder a su esposo y a su bebé, y no sabía qué hacer… Estuve con una familia que perdió a casi todos sus parientes: hermanos, hermanas, primos, todos. Nos miramos, oramos y suplicamos a Dios que haya un milagro”.
En la conferencia estuvo acompañado por el gobernador de Florida, Ron DeSantis, su ácido crítico y posible contrincante republicano en las elecciones presidenciales de 2024. Tomó el brazo a su rival y le dijo: “¿Sabes lo único bueno esto? Le estamos haciendo saber a la nación que podemos cooperar cuando es importante”. Le sostuvo la mirada fija y DeSantis asintió.
Un caso curioso es este presidente católico de Estados Unidos, cerca de ser excomulgado, que practica sin alardes lo más difícil de su fe cristiana: puede abrazar a su enemigo.
Y también es curioso Surfside. Con poco más de 6 mil habitantes, es la síntesis del mosaico que hace singular al sur de Florida. Hay sinagogas, y al menos una iglesia católica, Saint Joseph, cuyo aviso a la entrada describe lo cosmopolita del lugar: sábado 5:50 misa en inglés. 7:00 misa en portugués. Domingo 8:30 y 10:30, en inglés. A las 12:30 y 6:00, en español. A las 3:30, en polaco.
Para salir de la zona acordonada por la policía, tomo un camión manejado por un joven haitiano que no me quiso cobrar. La otra pasajera, una señora centroamericana, trabajadora doméstica, dice para sí misma luego de un largo suspiro: “Uno tiene un día de llegada y uno de partida”.
Y me cuenta lo que sucedió con un niño de 10 años que estaba con su papá la noche del 23 de julio. El señor, Manuel Lafort, cubano, le habló a su exesposa para pedirle que el niño se quedara con él esa noche y se lo llevaba en la mañana.
Ella le dijo, “pásamelo al teléfono”. Hijo, ¿te quieres quedar a dormir con papá?
No contestó el niño, se quedó callado. Y fue por él.
Cinco horas más tarde el edificio se cayó y su padre fue encontrado muerto entre los escombros.
-Señora, ¿cuál es su nombre?
-Lidney. Pero yo no he visto nada. No quiero protagonismo ni hacer amarillismo con el dolor ajeno.