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Bitácora del director

Bitácora del director

Por Pascal Beltrán del Río

Lecciones de la historia

Hace 200 años se vivían los últimos días de la Guerra de Independencia.

Agustín de Iturbide, quien en noviembre de 1820 había recibido la encomienda del jefe político Juan Ruiz de Apodaca de dirigirse a las montañas del sur para combatir a Vicente Guerrero, había unido sus fuerzas con éste. El Plan de Iguala, proclamado el 24 de febrero de 1821, establecía que la Nueva España era “independiente de toda potencia”.

Apodaca –quien perdió el título de virrey, con el restablecimiento de la Constitución de Cádiz– envió al experimentado militar Pascual Liñán a combatir a Iturbide. Pese a ello, una a una las plazas comenzaron a caer ante el avance del Ejército Trigarante, incluso sin dar pelea. Entre las pocas escaramuzas que ocurrieron en esos días entre realistas e insurgentes estuvieron la de Arroyo Hondo, cerca de San Juan del Río, y Hacienda de la Huerta, en los alrededores de Toluca. En ambas, los primeros fueron derrotados con facilidad.

En la Ciudad de México, fuertemente resguardada, el virrey enfrentó una sublevación. Sus mandos militares, encabezados por el general Francisco Novella, le exigieron entregar el poder. El viejo marino, apodado conde de Venadito –por el lugar del Bajío donde Liñán había vencido y apresado a Francisco Xavier Mina– cedió y volvió a España. De forma provisional, Novella ocupó la jefatura política.

El sustituto de Apodaca desembarcó en Veracruz el 3 de agosto de 1821. A diferencia del último virrey, se trataba de un hombre liberal, afiliado con los hombres que habían obligado a Fernando VII a jurar la Constitución de Cádiz, en marzo de 1820: Juan José Rafael Teodomiro de O’Donojú y O’Ryan.

Capitán general de Andalucía, Juan de O’Donojú era héroe de la invasión napoleónica. Apresado por los franceses, fue encarcelado en Bayona, de donde escapó para volver a España. Con el regreso de Fernando VII al trono en 1814 fue encarcelado en Mallorca, donde se le torturó.

La entrada de O’Donojú en la Nueva España sucede de forma “irreprochable”, escribe Enrique González Pedrero en País de un solo hombre. Recibe a los insurgentes y les asegura que “si mi gobierno no llenase vuestros deseos de una manera justa, que merezca la aprobación general (…) os dejaré tranquilamente elegir el jefe que creáis conveniros”.

A través del coronel Manuel Gual y el capitán Pedro Pablo Vélez, envía dos cartas a Iturbide. En una, oficial, lo reconoce como jefe superior del Ejército de las Tres Garantías; en otra, privada, le llama “amigo”. Y le ofrece concretar el programa para poner fin a la guerra que el propio Iturbide había propuesto al virrey Apodaca cuando le hizo llegar el Plan de Iguala.

Acantonado en Puebla, Iturbide responde el 11 de agosto a O’Donojú. “Veo con placer que están en consonancia nuestras ideas”, escribió. Y lo invita a que ambos se encuentren en Córdoba, “para que en dicha villa tengamos una entrevista en que, si es posible, pongamos la última mano a la grande obra de felicidad de este suelo y se aten de un modo indisoluble las relaciones y los vínculos de españoles y americanos”.

Los Tratados de Córdoba, firmados el 24 de agosto de 1821, sellaron el nacimiento de México como país. Son, como dice la página de la Secretaría de la Defensa Nacional, “el reflejo de un gran esfuerzo político por alcanzar un ajuste entre diferentes intereses”.

No podría yo estar más de acuerdo. Iturbide y Guerrero, hombres de visiones muy diferentes, ya habían puesto de lado sus propios puntos de vista para acordar el Plan de Iguala.

Lo mismo hicieron Iturbide y O’Donojú. El primero había abrazado la separación de España para que no prevalecieran de este lado del Atlántico las ideas de la Constitución de Cádiz y el segundo había sufrido persecución por parte del absolutismo en defensa de esas mismas ideas. De hecho, O’Donojú todavía usó su poder como jefe político para que Novella y sus hombres abandonaran la capital y el Ejército Trigarante lo ocupara el 27 de septiembre de 1821.

Doscientos años después, no se deben olvidar dichas lecciones. La buena política, la que es útil, la que construye, no es  la de todo o nada, no es aquella que divide el mundo en buenos y malos, sino la que propicia el encuentro de visiones distintas, como las que existen en toda sociedad, a favor del bien común.

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