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Bitácora del director

Bitácora del director

Por Pascal Beltrán del Río

El realismo que terminó con la guerra en 1821

“Yo no sé si he acertado”, escribió Juan de O’Donojú al secretario de Gobernación de Ultramar, Ramón López Pelegrín, al informarle sobre la firma de los Tratados de Córdoba, el 24 de agosto de 1821, que ponían fin a la Guerra de Independencia y reconocían a México como nación soberana.
“Sólo sé —continuó— que la espansión que recibió mi alma al verlo firmado por Yturbide en representación del Pueblo y Exército Mexicano sólo podrá igualar la que reciba al saber que ha merecido la aprobación de Su Majestad y del Congreso; espero obtenerla cuando reflexiono que todo estaba perdido sin remedio, y que todo está ganado menos lo que era impensable que se perdiese algunos meses antes”.
Hoy se cumplen 200 años de la firma de los Tratados de Córdoba entre Agustín de Iturbide y Juan de O’Donojú, algunas veces llamado erróneamente “último virrey”.
Cuando su barco, el Asia, recalaba frente a las costas de Veracruz, en los últimos días de julio de 1821, O’Donojú se había enterado, por voz de un pescador, del estado irremediable de las cosas. En tierra firme, José Dávila, comandante militar en el puerto, le informó de “los horrorosos desastres de la guerra intestina”, y Francisco Novella, jefe de la guarnición en la CDMX, quien el mes previo había dado un golpe a Juan José Ruiz de Apodaca —él sí, último virrey— y asumido de facto los poderes políticos de la Nueva España, le advirtió sobre las deserciones masivas de soldados reales que se pasaban a las filas de la insurgencia y de cómo se había posesionado ésta de varias capitales provinciales, quedando en manos de los españoles sólo Veracruz, Acapulco y la Ciudad de México.
Haciendo cálculos, O’Donojú decidió que lo que más convenía a España era negociar con Iturbide los términos de la independencia. Y aunque había entonces —y sigue habiendo hoy— quienes cuestionan su autoridad para tal efecto, el jefe político se puso de inmediato en contacto con el líder de los insurgentes. Iturbide propuso a O’Donojú celebrar un encuentro en Córdoba, lejos del insalubre puerto. Antes de llegar, ambos habían nombrado una comisión, integrada por el coronel Juan de Orbegoso y el sargento mayor José Durán, por parte de los alzados, y por el teniente coronel Manuel Gual y el capitán Pedro Pablo Vélez, por los españoles.
La firma “fue antecedida de instrucciones y por negociaciones verbales llevadas a cabo por los respectivos representantes” y por eso pudo llevarse a cabo con prontitud, relata el académico y diplomático Jaime del Arenal Fenochio —exembajador en Ecuador y la Santa Sede— en el ensayo Una nueva lectura de los Tratados de Córdoba, publicado por la UNAM. De hecho, O’Donojú llegó a Córdoba el día 22 e Iturbide, en medio de fuegos artificiales, al día siguiente.
Si el Plan de Iguala —sobre el que se basaron los Tratados de Córdoba— fue el acuerdo que Iturbide suscribió con Vicente Guerrero para suspender hostilidades e ir juntos en pos de la independencia, el documento suscrito hoy hace dos siglos representó la transferencia del poder, en tanto reconoce la facultad de los mexicanos de nombrar un emperador ajeno a cualquier dinastía real.
Para Del Arenal, ambos textos son complementarios y fundamentales en el nacimiento del Estado mexicano. Fue, dice, “un modelo de realismo y prudencia políticos, de habilidades y dotes diplomáticos”, cosas ausentes hoy en nuestra política.
Uno de sus éxitos más relevantes fue evitar la prolongación de la guerra, pues ante la negativa de Novella de reconocer los tratados y desalojar la Ciudad de México, O’Donojú debió imponer su autoridad. La negociación final se llevó a cabo el 13 de septiembre de 1821 en la Hacienda de La Patera, en la actual zona de Vallejo de la capital. Ante la advertencia de O’Donojú de regresarse a España y dejar a los soldados realistas a merced de los insurgentes, Novella aceptó llevarse a sus hombres, a cambio de que O’Donojú no entrara en la ciudad acompañado de Iturbide y se le dieran garantías de no ser procesado por el golpe contra Apodaca. Eso hizo posible que el Ejército Trigarante tomara la ciudad el 27 de septiembre y que, días antes de su súbita muerte, O’Donojú pudiese proclamar desde Tacubaya: “La guerra ha terminado”.

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