
Por José Buendía Hegewisch
Medina Haller y la sombra de la tortura
El sistema de justicia persiste en dejar en la sombra la tortura y silenciarla para aparentar resolver el crimen y la violencia con medidas de populismo penal como la prisión oficiosa. Jonathan Medina Haller salió de prisión tras ser condenado por secuestro agravado con una declaración ministerial obtenida, como en un sin fin de casos, a través de esta práctica cruel e inhumana, como el primer beneficiado del acuerdo presidencial para la preliberación de personas. Su caso corrió con la fortuna del desistimiento de la acción penal por parte de la fiscalía de la CDMX, pero el motivo de su excarcelación no reconoce la tortura, sino razones humanitarias y de salud.
Como suele suceder, la autoridad dedica más esfuerzo a negar la tortura que ha investigarla. Medina estuvo 10 años de sus 70 de condena en un reclusorio de la capital por un delito en el que no participó y a pesar de que su proceso debió ser repuesto por dar positivo para el Protocolo de Estambul por tortura. Pero no, sale porque su vida está en altísimo riesgo por la falta de atención médica, higiene y hacinamiento de un sistema penal que ha sido rebasado por el uso excesivo de la cárcel para conservar popularidad política. Aun así, puede decirse con suerte de librar la muerte en prisión, con sólo 41 años. Desde la reforma para ampliar la prisión oficiosa hace un año, la población carcelaria aumentó a su mayor nivel desde 2016, a pesar de la pandemia y con ésta los fallecimientos se dispararon 146% en las cárceles capitalinas en 2020.
El suyo es un buen suceso, pero un caso al fin. La sensibilidad mostrada por la fiscalía, sin embargo, pasa en silencio sobre las distorsiones que genera el populismo punitivo de éste y anteriores gobiernos con el uso de la cárcel con fines políticos como el aumento de penas y delitos para persuadir que se enfrenta la inseguridad. La prohibición mundial de la tortura no puede avanzar sin que se revise la manga ancha de la prisión oficiosa que tiene tras las rejas a casi la mitad de la población carcelaria en el país. Es decir, una sobrepoblación de alrededor de 95,000 reos sin sentencia, que ahora se trata de despresurizar con acciones extraordinarias como la especie de amnistía de López Obrador.
Pero la lógica de la fiscalía capitalina en el caso de Medina es similar a la del acuerdo del gobierno federal de agosto pasado para la identificación de personas en prisión preventiva y que sufrieron tortura. Más de 12,000 reos podrían salir a la calle en los próximos meses por ese decreto, pero sin entrar a corregir las desviaciones del derecho penal para las condiciones del hacinamiento, falta de atención médica y hasta recurrir a los familiares para garantizar la alimentación básica.
La promesa de liberación de personas con más de 10 años en la cárcel sin sentencia, con enfermedades crónicas o mayores de 75 años, es un propósito muy loable, pero no corrige el camino de una política criminal errática que se pierde en el uso intensivo y arbitrario de la cárcel.
El decreto en el fondo representa un reconocimiento tácito del error de los gobernantes al pensar que aumentar penas reduce el delito, tanto como la conveniencia de sostenerse en el error por las ganancias o popularidad electoral. Entre las imágenes conmovedoras de este sexenio está la de López Obrador levantando un grillete usado en las Islas Marías como símbolo de la voluntad de erradicar la tortura. La cual contrasta con el hecho de que tres meses después de iniciar su gobierno se ampliara la prisión oficiosa en una apuesta de continuidad del populismo penal ante la persistencia de la violencia.
El problema, además, es que el decreto ni siquiera es camino seguro para agilizar la justicia y mucho menos reparar el daño. Mientras persista la prisión exprés, se creará un comité para analizar cada solicitud sin plazos claros para desahogarlos y obstáculos burocráticos que limitarán el número de beneficiados, menos aún de investigaciones identificadas por tortura.
Tampoco prevé estrategias de restitución de derechos y reinserción social. Aunque el propósito es bueno, sin voluntad política la práctica de la tortura quedará como suele ser en la impunidad y eso hace que se perpetúe.