Por José Elías Romero Apis
Para Margarita Ríos Farjat, por nuevos lauros académicos
Los ciudadanos fijamos nuestra puntería en unos cuantos asuntos y relegamos otros que nos pasan desapercibidos pese a su importancia existencial. Entre éstos están los asuntos de la educación, de la escuela y de la política educativa.
Cuando fui invitado a ser miembro de la Academia Nacional de Educación expliqué a su presidente que yo no soy un especialista en la materia, sino un político. Por eso, no tengo todas las respuestas de los expertos. Pero por ser político, sí tengo todas las preguntas. Me contestó que precisamente por eso me invitaba.
La alta política y el buen político siempre se apegan al método cartesiano. Por el contrario, la política se degenera cuando cree tener todas las verdades y que no requiere consultar a nadie. Es cuando la política se vuelve dogmática, totalitaria, excluyente, intolerante y facciosa.
Por eso me pregunto por qué México no ha tenido una política educativa y nos hemos contentado con las decisiones muy personales que nos han surtido los sucedáneos regentes educativos, muchas veces óptimos, pero muchas veces pésimos.
Se ha dicho que la educación de un ser humano empieza 30 años antes de que vaya a la escuela. En mucho hay razón en esto, a partir de dos vectores que son la familia y la escuela, las dos principales fuentes de aprendizaje y de formación que tenemos en el mundo civilizado, por lo menos hasta hoy.
La familia y más precisamente sus padres le insertarán los valores, las costumbres, los hábitos, los anhelos, las precauciones, los comportamientos y los respetos. Ellos le mostrarán aquello a lo que debe temer y a lo que debe amar.
La escuela, por su parte, está representada por la política educativa de su país, bien sea la de la escuela pública o la del colegio privado. Aquí, también se advierten las coordenadas generacionales de la educación, parafraseando a Seymour M. Lipset.
Si veo mi generación y mi caso, con mi primaria iniciada a fines de los años 50, se advierte una definitiva influencia vasconcelista, diseñada en los años 20. Además de las enseñanzas básicas, una fuerte inducción literaria y musical. Fuimos la generación que leía y escribía libros, que ganaba concursos de oratoria, que trasnochaba con Beethoven y con Neruda. La de peñas juveniles, música de protesta y ganas de hacer revoluciones.
Si veo la generación de mis hijos, escolarmente iniciada en los años 80, notamos el diseño de Torres Bodet. Mucho más integral que la mía, ellos crecieron con mayor interés que nosotros por la nutrición, el ejercicio físico, la salud plena, el amor a la naturaleza y una visión cultural de otro vértice. Mis hijos conocen más museos que yo, mientras que yo conozco más salas de conciertos que ellos.
Pero las generaciones prosiguen en su cadena infinita y entonces me pregunto cómo será la formación educativa de mi nieto hoy niño, diseñada en los años 90 por Manuel Bartlett y cómo será la de mi posible bisnieto, diseñada hoy por Delfina Gómez.
Desde luego que sus padres responden de la otra mitad educativa, tal como lo hicieron mis padres y lo hicimos nosotros. No todo es mérito ni culpa de José Vasconcelos y de Jaime Torres Bodet. Pero reconozco que mucho habrán de batallar los jóvenes padres y espero que salgan bien de su encomienda.
La coordenada generacional es ineludible y esencial. Los humanos nos parecemos más a nuestros compañeros que a nuestros padres. Esto no sólo es un referente sociológico y antropológico, sino además ideológico y político.
Así vemos que Ricardo Anaya y López Obrador son más diferentes por ser de distinta generación que por ser de distinto partido. De la misma manera, por eso hay más diferencias entre Biden y Macron que las que hay entre Biden y Trump.
Nuestras futuras generaciones requieren las necesarias respuestas para ser lo que decidan y deseen. Nosotros estamos obligados a las necesarias preguntas, para que no vayan a ser tan sólo lo que salga y como salga.