Por José Elías Romero Apis
Hace algunos días, en una sobremesa casera, se me pidió mi opinión sobre cierto funcionario gubernamental. Mi respuesta fue breve, como lo acostumbro. Contesté que es un hombre con varias virtudes, pero en pequeñas dosis.
Después de una respuesta tan corta, consideré amable explicarme un poco más. Les dije que es listo, sin llegar a inteligente. Que es valeroso, sin llegar a valiente. Que es fiel, sin llegar a ferviente. Que no es un imbécil ni un cobarde ni un traidor. Que es muy digno de ser apreciado y respetado, pero que está muy lejos de convertirse en genio, en héroe o en mártir. Que está bien para atender problemas menores, pero no para resolver crisis mayores.
Está muy equipado para lo ordinario, pero está muy limitado para lo especial. Podría ser bueno como ejecutivo privado o como profesionista independiente, pero no estoy muy seguro de como gobernante ni mucho menos de como estadista.
Y es que en la política se califica “en curva”. No basta ser bueno, sino que exige ser el mejor. El chef puede repetir cien veces su receta y el cineasta cien veces su escena hasta que las perfeccionan. Pero el gobernante no puede reiniciar su sexenio ni reensayar su economía ni reintentar su guerra, así como el padre no puede volver a formar a sus hijos. En la política, el penalti fallado no tiene repetición y tampoco tiene disculpa.
Pongo un ejemplo de esa excelencia requerida. Cualquier secretario de Gobernación siempre ha tenido que tratar con toda la alta clase política mexicana. Tiene que entender, que orientar, que conducir, que seducir, que obligar, que convencer o que vencer a hombres y a mujeres de inteligencia alta y superior. Para eso requiere poseer un intelecto muy por encima de la media de su liga de juego. De lo contrario, poseyendo una inteligencia simplemente normal, lo harían añicos, como ya ha sucedido.
Pero, además, tiene que ser muy valorado como serio, muy respetado como político y muy temido como verdugo. Es quien abraza o quien amenaza en nombre del Presidente de la República. “Usted ya sabe muy bien lo que tiene que hacer y nosotros confiamos en que usted lo hará”. Con las mismas palabras y con la misma sonrisa, tanto para prometer un premio como para advertir un hachazo.
La vida me ha permitido tratar a unos 20 secretarios de Gobernación. Del 90% de ellos me consta su inteligencia superior. Del resto no estoy tan seguro. No he tratado al actual, pero lo he escuchado en la tribuna y creo que Adán Augusto López es un hombre inteligente, hasta con posibilidades de ascender. Hasta ahorita, nadie me lo ha desmentido.
Un segundo ejemplo es la Fiscalía de la República, antes Procuraduría. El fiscal general tiene que ser un hombre muy valiente para no temerle a los delincuentes. Pero, además, para no temerle al Presidente de México. Para lo primero, hay miles de valientes. Para lo segundo, hay muy pocos.
También he conocido a unos 20 fiscales y de la mitad estoy convencido de su valentía. He tratado al actual y nunca he visto asustado a Alejandro Gertz. De la otra mitad no estoy tan seguro. Pero, los comprendo y los conduelo. Nada asusta tanto como el enojo presidencial. Solamente los subordinados locos hemos podido dominar ese miedo. Pero aún no sé si fue por valentía o por locura.
Además, el fiscal tiene que ser un buen conocedor del sistema político, porque es el abogado más importante de un gobierno y vive en el universo de la política. Además, tiene que ser discreto porque su función es espectacular y, si él es pomposo, se vuelve escandaloso. Además, tiene que ser muy humilde porque no comanda a un equipo campeón, sino a uno muy derrotado. Ese triángulo virtuoso también es bien complicado y bien escaso.
En fin, en la alta política de todos los tiempos y de todos los países no bastan las cualidades grandes, sino que se requieren las muy grandes. Se requieren los gobernantes grandiosos, no los grandotes ni los grandulones ni los agrandados. Se requiere grandeza, no grandura.