Por Pascal Beltrán del Río
Bufaladas
Se tiende a pensar que la cargada –esa mexicanísima costumbre política– fue inventada con motivo del destape de José López Portillo.
Es verdad, existía en aquellos tiempos una organización de pequeños propietarios rurales, adherida al PRI y encabezada por el diputado sonorense Salomón Faz Sánchez, que se encargó de arropar al recién ungido aspirante presidencial.
Los Búfalos, como se les conocía, armaron el teatro para hacer creer que la candidatura había surgido del pueblo y no por el dedazo de Luis Echeverría a favor de su amigo de infancia, quien, por cierto, iría solo en la boleta de la elección de 1976.
Pero la bufalada es más vieja que eso. De hecho, su antecedente más remoto está a punto de cumplir dos siglos. Fue la noche del 18 de mayo de 1822, cuando una multitud se presentó en la casa de Agustín de Iturbide para pedirle que aceptara ser emperador de la nación recién independizada. No le llamaron entonces cargada, pero, en esencia, eso era.
En su libro El imperio de Iturbide, el historiador Timothy E. Anna relata que el contingente estaba formado por un regimiento de Celaya, cuyo mando el libertador “se había reservado para sí mismo”, así como gente del pueblo reclutada para la ocasión. Al frente de la manifestación iba el sargento Pío Marcha, gritando vivas a Agustín I. “¡Viva!”, respondían los leales y los acarreados, quienes portaban antorchas.
Pedro J. Fernández, en su novela histórica Iturbide. El otro padre de la patria, cuenta que el michoacano jugaba cartas con el coronel Vicente Filisola y sus respectivas esposas, en el segundo piso de la casa. Al escuchar el alboroto, se asomó por la ventana y fue ovacionado por la turba.
“Compañeros”, dijo, haciéndose del rogar. “La corona de este gran imperio es demasiado pesada para cualquiera que quiera usarla. Se los pido: no me hagan hacer lo que no quiero hacer”.
Enseguida, metió la cabeza. Después de un rato, y ante el reclamo de los manifestantes, volvió a asomarse. “Mexicanos –rectificó–, me honra su petición de tomar la corona y definir los destinos de mi nueva patria. Es un cargo que no pedí, pero sé que conlleva una gran responsabilidad y una recompensa que no puede ser pronunciada en palabras. Yo haré lo que digan el pueblo, el ejército y el congreso, pues sólo a ellos corresponde otorgar esa corona”.
Francisco Castellanos, en El trueno. Gloria y martirio de Agustín de Iturbide, narra que esa noche nadie durmió en la Ciudad de México. “Los generales, jefes y oficiales firmaron, a las tres de la mañana, una petición dirigida al congreso para que deliberase sobre el pronunciamiento”.
A las siete de la mañana del 19 de mayo, los diputados se reunieron. A la una y media de la tarde, llegó Iturbide, y se sometieron a votación dos propuestas. Una, para proclamarlo emperador de inmediato y otra, para consultar a las provincias.
La primera ganó por 77 votos contra 15. Dos meses después, el efímero emperador Agustín I era coronado frente al antiguo Altar Mayor de la Catedral (destruido por un incendio en 1967).
En poco se distingue aquel pronunciamiento a favor de la coronación de Iturbide de la manera en que se proclama a los candidatos en nuestros días.
Pese a los cambios políticos que México ha vivido en el último cuarto de siglo, la cargada sigue viva.
En diciembre de 2011 se me ocurrió ir a atestiguar el acto de registro de Miguel Ángel Mancera como aspirante a la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México. Una horda de comerciantes organizados tenía tomado el edificio del PRD en la avenida Benjamín Franklin. Como si se tratara del mismísimo Nazareno, todos querían ver y tocar al candidato, a quien le tuvieron que abrir paso por una estrecha escalera, donde volaban los codazos y se luchaba cuerpo a cuerpo por cada centímetro.
Con la llegada de Morena al poder no ha desaparecido esa práctica. Hoy, al grito de “¡Pre-si-dente!” (o “¡Pre-si-denta!”) reciben los acarreados a quienes aspiran a suceder a Andrés Manuel López Obrador.
Si así se ponen esos actos adelantados de adhesión –evi dentemente orquestados–, ya podemos imaginar cómo se pondrá la bufalada cuando ocurra el destape de la “corcholata” favorita, disfrazando de encuesta el dedazo.