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sábado 20 de abril de 2024

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Salta Daniel Goldin de la edición a la plástica

Salta Daniel Goldin de la edición a la plástica

Entre bastidores, cuadros, botes de pintura y salpicaduras en el piso, Daniel Goldin (México, 1958) muestra, en un estante de su nuevo estudio, unos pinceles de Manuel Felguérez, regalo del pintor zacatecano.

La pintura podría decirse que es el secreto mejor guardado de este editor con 40 años de experiencia, creador de la una colección maravillosa desde el Fondo de Cultura Económica (FCE): A la Orilla del Viento, y experto en bibliotecas, exitoso director de la Vasconcelos de 2013 a 2019.

Deja las ventanas abiertas hacia la calle mientras pinta a la vista de todos. Ya le han preguntado varias personas al pasar por ahí si vende sus obras, una cuestión que Goldin no ha resuelto, por eso quiso montar su primera exposición no en una galería comercial sino en un museo, cuya inauguración se dio este viernes, en el Museo de la Ciudad de Querétaro.

Impresiona la cantidad de cuadros en su taller, sobre la calle de Benjamín Hill, alquilado apenas en septiembre, cuando el estudio en su casa, donde escribe y están sus libros, se volvió insuficiente para trabajar en sus obras de gran formato, entre ellos trípticos.

En su cuartel, además, ha podido ensuciar a sus anchas. «Empecé hace ocho meses y empezó a salir todo esto», asegura en entrevista, rodeado de sus piezas.

Ya que empezó a pintar ha sido todo como una olla exprés por el asombroso ritmo de trabajo que ha dado salida a «deseos, pinturas y diálogos», estos últimos con pintores y obras a lo largo de cuatro décadas.

Varios de estos cuadros ni siquiera viajaron a Querétaro para ser expuestos en Lapsos y (co)lapsos. Indagaciones en y desde la pintura.

El tiempo se ha vuelto un tesoro precioso para Goldin.

«Hay experiencias en la vida que te hacen comprender que lo verdaderamente importante es la forma en la que vives el tiempo», escribe en la presentación de la exposición.

En su caso, fue su salida de la dirección de la Biblioteca Vasconcelos, puesto del que fue removido por la llamada «4T», y la enfermedad: el hallazgo fortuito de un cáncer del que ahora está a salvo.

«El momento de la salida de la Vasconcelos fue doloroso», dice con la convicción de nunca más ser funcionario, y decidido por atender una agenda pendiente consigo mismo y otros intereses personales. Creó, por ejemplo, el Jardín Lac, un espacio en principio virtual para la lectura, el arte y la conversación en el espacio público.

Por otra parte, durante su hospitalización para someterse a una cirugía, llenó una libreta verde con trazos de grafito soluble a partir de un «monumento filosófico»: Claros del bosque, de María Zambrano, que sintió internarlo en un tiempo de «silencio y reflexión». Una libreta que le regaló a su mujer.

La pintura, cuenta, era un deseo que no quiso postergar más.

En su estudio hay un retrato que pintó a los 14 años y otro cuadro hecho a los 16. «Desde niño quería pintar», dice, quien siempre acostumbró garabatear servilletas en los restaurantes o papeles en aburridas juntas de trabajo.

Los museos han sido clave en su vida; se formó viendo la «magnífica colección» del Museo de Arte Moderno con Fernando Gamboa, como también frecuentaba el Tamayo y el Carrillo Gil. Y en Nueva York, de adolescente, pudo ver las obras de Jackson Pollock.

En su pintura están Goya, el expresionismo abstracto y La Ruptura.

«De repente había obras figurativas y otras que eran muy abstractas. Confié entonces en que tenía que ser auténtico a lo que salía en lugar de predisponerse», responde mientras enseña un libro clave: El arte para comprender el mundo, que él mismo editó.

Es el tiempo el eje temático de su primera exposición. Ahí indaga en dos problemas pictóricos: la superposición y la composición-descomposición-recomposición de órdenes.

Interviene telas, papeles y maderas con distintos materiales orgánicos y de desecho: ramas, fierros, aceite de coche, nopal, cables, llantas viejas, todos encontrados en la calle.

En su experimentación con materiales, con una larga tradición en la pintura, ha llegado a cometer algunas «herejías», advierte, como mezclar magros y grasas, algo que, en teoría, no debe hacerse, pero a Goldin le interesa el efecto inesperado de la mezcla.

Al trabajar, se deja guiar por una voluntad autodidacta y experimental: «En la historia del arte, el pensamiento y la ciencia hay una confluencia de aprendizajes, de azares».

Menciona a El maestro ignorante, del francés Jacques Rancière, donde se plantea la idea de enseñar bien aprendiendo al mismo tiempo.

«Soy capaz de hacer un dibujo con los ojos cerrados. ¿Por qué? Porque he integrado el dibujo a mi cuerpo por muchísimos años», comparte Goldin.

Una referencia histórica importante son los retratos de El Fayum, hallados en el oasis así llamado al sur de Egipto. Eran rostros pensados para no ser vistos, sino para acompañar a los muertos en su tránsito.

La función del retrato, explica, era capturar cómo una persona miraba al pintor. No era retratar a la persona, era el pasaporte para un viaje absolutamente secreto.

Pero, al ser descubiertas y llevadas a un museo, cambió todo.

«¿Qué es lo que convierte en arte un dibujo, una obra?», interroga.

Goldin muestra uno de sus polípticos; cada fragmento funciona como unidad independiente, o bien se puede pegar o separar, y juega con un marco que sobrepone a una obra para demostrar cómo cambia con la mirada.

Mientras guía a REFORMA por los cuartos del estudio, habla sobre el trabajo del neurólogo Oliver Sacks, quien describe en su libro Musicofilia casos de sinestesia musical en que una persona identifica notas o escalas con colores o sabores.

Él sueña «en lenguaje pictórico», dice, descubriendo ante la mirada pública su secreto mejor guardado.

‘JAMÁS PENSÉ EN SER EDITOR’

Goldin era un «judío pobre» de la Colonia Narvarte, malísimo en el futbol; amaba la poesía y se asumía de izquierda.

Donde se sentía «más vivo» era en los conciertos en el Palacio de Bellas Artes o en la Casa del Lago, con escritores como Roberto Bolaño, Hugo Gutiérrez Vega y Alejandro Aura.

Antes de ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, recorrió Europa «vía Querétaro». O sea, de aventón, al tomarse muy en serio Rayuela de Julio Cortázar y el manifiesto surrealista.

«Quería fundar una realidad. Me la pasé de la mierda».

Cruzó a Estados Unidos en pleno invierno, recuerda, y también de aventón; vivió al lado de la librería City Lights del poeta Lawrence Ferlinghetti, en San Francisco.

De todo eso planea hablar en un próximo libro.

Nunca pensó en ser editor, quería ser escritor o pintor, incluso intentó varias novelas.

Como con la pintura, es un autodidacta del oficio y odia seguir instrucciones. «Hago experimentos, pero también analizo las experiencias, vas construyendo conocimiento», dice.

Le gustaba corregir textos y comenzó haciendo las páginas legales, que nadie lee, en el FCE, durante la época de Jaime García Terrés.

Seis meses después lo ascendieron a la cuarta de forros, que exige presentar un libro en seis u ocho renglones; se trata de venderlo, pero «sin engañar al lector».

Durante la gestión de García Terrés empezó a idear la colección para niños y jóvenes A la Orilla del Viento, formalizada luego con Enrique González Pedrero. Goldin no hizo caso de los manuales de literatura infantil que recomendaban publicar libros de 200 páginas para los adolescentes.

No importa si son 40 o 50 folios, sólo hay que cuidar «que sean un gancho al hígado» para los chicos. «¿Y por qué no hablar de la muerte con lectores más pequeños?», se pregunta.

Nunca tuvo un comité editorial, por lo que gozó de total libertad y, por consecuencia, de mayor responsabilidad.

Podría pensarse que impuso su gusto como lector, pero Goldin revira: «Era yo, pero yo en contra de mí también».

Como autor, impera su propio gusto, no ha permitido moverles una sola coma a sus poemas reunidos en un libro de 49 páginas, algunos ya publicados, a pesar de la negativa de algunos editores.

Pero como editor, promotor y director de una biblioteca le da gran valor a la escucha, subraya. Quizás el mejor ejemplo sea cómo se eligió el título de la colección del FCE, nombre que a Goldin le parecía una «jalada», pero que resultó el favorito de los lectores entrevistados.

Y A la Orilla del Viento, que numera en su catálogo ya clásicos como El globo, de Isol; El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica, de Juan Villoro, y La peor señora del mundo, de Francisco Hinojosa, el gran best seller, sigue cosechando miradas.

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