En el listado de los afectos de Verónica Murguía, el recuento de todo aquello que genuinamente agradece tener en la vida, hay un lugar privilegiado para un acervo de libros muy particular.
Desde su estudio en Coyoacán, a su vez un pequeño santuario de libreros hermosos de pared completa, la escritora recuerda aquella colección de títulos que su abuela le puso a la mano desde la niñez muy temprana.
“El librero de mi abuela tenía todo lo que yo quería en esta vida”, rememora en entrevista, con la claridad que otorga el tiempo.
Basta con trazar la trayectoria de Murguía, quien se ha sumergido a fondo tanto en la época medieval árabe y europea como en la literatura fantástica, para entender cuán importantes fueron esas primeras lecturas, y tan definitivas.
La persistencia de los volúmenes en ese librero queda patente en épicas fantásticas como Loba y El fuego verde (ambas editadas por SM), así como en la erudición y magia en torno al mundo árabe de Auliya y en la vigencia dolorosa de la peste medieval en El cuarto jinete (las dos en ERA).
“Mi abuela tenía unos libros de las cruzadas, unas crónicas de un anticuario del siglo 19, muy sabio, muy mocho, muy babas; un sabio, aunque, para mi gusto, de una extraordinaria miopía -pero, por supuesto, yo soy una hija del siglo 21- en lo que se refiere a los crímenes que cometieron los cruzados”, explica.
Pero también tenía Orlando furioso, de Ludovico Ariosto, así como un diccionario de mitología general y la Biblia, que leyó con su abuela, metiéndola en muchos problemas; “pobrecita”, ríe.
Y ahora, los cientos de libros que pueblan la biblioteca de su estudio, entre cantos épicos europeos, sagas nórdicas, estudios de la vida en el medioevo, poesía árabe, gestas germánicas y series de fantasía contemporánea, dan cuenta de una fidelidad y amor prolongados por aquellas primeras lecturas.
“Es de las cosas que más tengo que agradecerle a la vida, y mi esposo David (el poeta David Huerta) y algunos amigos, y mi hermana… El haber encontrado esos libros se lo debo al azar por completo”, reflexiona.
Nacida en la Ciudad de México en 1960, Murguía pasó la infancia en la quietud suburbana de Satélite, en el Estado de México, que, en esa época, le recordaba más a lo que veía en series de televisión como Señorita Cometa; un entorno favorable para la lectura.
“Yo era una niña muy enfermiza, entonces los libros me hicieron la compañía que me hacía falta en una época en la que se privilegia el juego físico sobre todas las cosas, y amé a los libros”, celebra.
“(Aunque) me asustaron muchísimo. Imagínate leer a Orlando furioso; yo estaba muy asustada, pero todo ejercía sobre mí una atracción a la que no me podía resistir”.
A pesar de esa atracción tan poderosa a la literatura, Murguía primero buscó su vocación en las artes plásticas, que aún persiste, de alguna manera, en su estudio, cuyas paredes exhiben pinturas vegetales de su autoría y hasta un bien logrado retrato de uno de sus referentes literarios, Jorge Luis Borges.
Luego lo intentó con la Licenciatura en Historia, pero también quedó insatisfecha, en una época, reconoce, de poca definición en su vida.
“Tuve varios empleos, era una muchacha muy desorientada en mi época universitaria. Y, bueno, no había mucho lugar, a pesar de que tuve maestros padrísimos, no había mucho lugar en la carrera, yo creo, para alguien que estuviera tan interesada en ciertas minucias de la Edad Media y que no supiera qué pasó en la Batalla de Celaya”, relata con humor.
El flechazo definitivo para dar un golpe de timón fue el descubrimiento de uno de sus autores definitivos: J. R. R. Tolkien.
“Tardíamente lo descubrí y abandoné la carrera porque pensé que yo iba a escribir El Señor de los Anillos mexicano”, cuenta sobre ese flechazo. “Es que no podía creer eso. Era como las cosas que me gustaban, pero pasadas por un filtro ético, digamos, además de la fantasía”.
Este amor por el mundo fantástico de la Tierra Media es evidente, por ejemplo, en El fuego verde, pero sobre todo en el componente ético de su libro más exitoso: Loba.
La concepción tolkeniana de la épica, luego de que el autor vivió en carne propia los horrores de la Primera Guerra Mundial, ejercen todavía una influencia honda en Murguía.
“Tolkien era un estudioso de la literatura germánica, entonces, entendía muy bien, porque era un hombre de una inteligencia de privilegio, y creo que se dio cuenta de que lo que quedaba de la épica tenía que ser fantástico, porque ya no se puede matar al otro y creer que uno está haciendo bien. Eso no puede ser”, pondera.
En Loba, libro ganador del Premio de Literatura Juvenil Gran Angular, el más prestigioso del género en español, Murguía exhibe su propia ética dentro de la épica.
El viaje de Soledad, la protagonista, para librar al bélico y esclavista reino de Moriana de una calamidad venidera, tiene su origen en la guerra cotidiana que se libra en México.
“Yo quería escribir, por el ambiente de violencia en México, un libro en el que hubiera una guerra, pero con alguien que fuera capaz de ir y no matar a nadie”, detalla sobre el personaje.
Aunque no es una saga como tal, tres de sus libros comparten espacios que, espera, algún día puedan converger por completo.
“Quiero estar en un mundo al que yo pueda regresar. En realidad el mundo de El fuego verde y el de Loba son el mismo, y lejos está Auliya también. Son tres ellas y están más o menos en un mundo parecido, separadas por el tiempo y el espacio.
“Pero nunca he podido regresar y me da mucha tristeza, porque tanto trabajo, tres países, tres culturas inventadas, una geografía más o menos plausible, todo eso, y ya no estoy ahí”, lamenta.
Sin embargo, como sucede con las protagonistas de sus épicas, el camino todavía es largo por delante: “Ojalá algún día se me prenda el foco”.
EL CUARTO JINETE
Apenas en pocos minutos, Murguía logra poner sobre la mesa del estudio una pila de libros, que superan la docena, sobre la peste que asoló a Europa en la Edad Media.
“Siempre he tenido una obsesión con la peste, siempre, como de Merlina Addams”, explica ante el voluminoso compendio.
En 2003, cuando Bagdad fue bombardeada y cayó ante tropas estadounidenses por un pretexto que el mundo entero sabía falso, Murguía, profundamente triste, comenzó a escribir un libro ocurrido en la Francia de 1350, en otro momento de enorme horror.
Esa novela, que siempre quiso escribir, se llamó El cuarto jinete, como el que Juan de Patmos vaticinó en el Apocalipsis y cuyo nombre es Mortandad.
Durante casi 20 años, el manuscrito quedó guardado en un cajón, hasta que la epidemia de Covid-19, de forma por demás terrible, la trajo de regreso.
“Es una novela, se puede decir, realista, en el sentido en que nada es inventado, sólo la gente. Es realista como puede ser realista cualquier novela del narco que tenga un personaje inventado en medio de una situación espantosa”, explica Murguía.
Desde su primer borrador contaba ya con sus protagonistas, el sabio médico Abu Alí Ibn Mohamed, oculto con el nombre Pedro de Hispania, y su aprendiz, Guy de Comminges.
Con terror, Murguía comenzó a ver reflejado, en pleno siglo 21, algunos episodios que la remontaron, para mal, con la Edad Media, como el consejo del Presidente Andrés Manuel López Obrador de ahuyentar al virus con un “Detente”.
“Ya cuando llegamos a la estampita, yo dije: ‘Estamos en la Edad Media; estamos de plano en la Edad Media, o sea, ¿cómo?’. Los medievales tenían la excusa de que les faltan 5 siglos para ver un microbio, 5 siglos; estaban totalmente desnudos ante la catástrofe”, denuncia.
Fenómenos como el antisemitismo, el racismo contra los asiáticos, la persecución a los científicos por parte de la Fiscalía General de la República resonaron fuerte en ella, pero ninguno tan hondo como cuando comenzaron a agredirse a las enfermeras en México.
“Cuando le echaron cloro a las enfermeras yo me puse a trabajar; yo dije: ‘¿Qué es esto?’. Y me puse a escribir como poseída”.
El cuarto jinete (ERA) que salió en 2021 cuenta, por ello, con una serie de personajes femeninos que no se encontraban en el borrador original y que, para Murguía, ahora constituyen una de las partes más importantes de la novela.
“Probablemente, el personaje más entrañable es una enfermera. No: una ur-enfemera, una proto enfermera, que es María la Cicatricera”, explica sobre la nueva personaje.
La conciencia, dice, se da de forma muy lenta, por lo que le tomó tiempo entender el papel de las mujeres en la peste del Medioevo, como quedó evidenciado en la pandemia de Covid-19.
“Sobre las mujeres descansó la posibilidad de paliar el sufrimiento de los enfermos en la Edad Media, como ahorita también, con las enfermeras”, explica.
Como una novela polifónica y erudita, Murguía refleja, sobre todo en los personajes femeninos, la idea de la caritas (caridad), una de las virtudes teologales que, en medio del horror, ofrecen un viso de esperanza.
“Yo creo que, como dice Gandhi, para bien o para mal, lo único que tenemos es al otro, puede ser nuestro salvador o nuestro verdugo y, entonces, aquí en México hay una idea de que ‘lo que yo haga, no sirve’. Yo digo: ‘Lo que yo haga, me sirve a mí y al que está junto a mí; no puedo hacer más'”, expone.
“Sí me interesa mucho la caritas, y ésa es la regla de oro del budismo, del cristianismo, del islam, de casi todas las religiones sofisticadas. Los budistas dicen: ‘No hagas daño a nada que esté vivo’, y yo pienso eso”, declara.
Entre la peste medieval, y el Covid-19, la esperanza de salvación, para Murguía, reside en ello.