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viernes 18 de octubre de 2024

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El sueño y el insomnio

El sueño y el insomnio

Por José Elías Romero Apis

Cierta noche no muy lejana soñé con alguna elección presidencial mexicana. Sería la del 2030 o la del 2036, porque yo no conocía a ninguno de los contendientes y no participaba alguno de los actuales partidos. Ya todo eso me resultaba muy grato.

La sucesión presidencial mexicana había tenido un renacimiento esplendoroso después de la barbarie pavorosa del 2024, culminación de un deterioro muy constante. Todos habían forjado un México cavernario. En ciertos pasajes de mi sueño, un día se había caído el sistema. Otro día, se decretó el desafuero de un opositor. En cierta ocasión, durante meses se bloqueó el Paseo de la Reforma.

Es decir, unos con el truco tecnológico. Otros, con las chicanas procesales. Y los últimos, con el vandalismo callejero. Con mil fullerías se fueron degradando. El mérito del servicio fue suplido por el gafete del nombramiento. Muchos cambiaron la lucha por el privilegio. Muchos abandonaron la inteligencia, la eficiencia y la decencia.

Para la elección del 2024 ya no había ni a quién irle. Así las cosas, la contienda se convirtió en un juego de vencidas y dejó de ser un proyecto de nación.

La violencia y la ilegalidad ya habían sido anunciadas desde dos años atrás. Muchos del gobierno se burlaban del INE y lo amenazaban con su desaparición. Y muchos de fuera del gobierno dejaron de respetar las leyes. Resurgieron las elecciones con navaja libre y el machetazo a caballo de espadas.

En mi sueño, los gobernantes no soltaban los palacios y los opositores no liberaban las calles. Secuestro de casillas. Robo de boletas. Sustitución de actas. Hasta me figuré que aparecían las armas. No alcancé a ver si eran las metralletas sofisticadas que siempre portan los sicarios o si eran las pistolitas rascuaches que siempre utilizan los magnicidas. Dado el caso, todas matan. Se anularon la elección presidencial y la congresional. Nos quedamos sin gobierno, crisis ni siquiera prevista en la Constitución.

Las nuevas generaciones ya no aguantaron más y encontraron el camino del cambio, comenzando por propiciar la refundación en dos partidos serios, decentes, eficientes y, por añadidura, inteligentes. Partido Mexicano y Partido Nacional se llamaban las dos fuerzas políticas dominantes que habían logrado recoger la valiosa pedacería que había quedado del naufragio de los grandes. Porque los partidos anteriores habían sido muy valiosos y muy meritorios y algo o mucho valdría ser rescatado.

Por alguna razón ignota, yo estaba como invitado en la ceremonia de toma de posesión. Desde luego, no como un asistente importante, sino como un espectador insignificante. A la hora indicada vi que entró al gran salón de la Cámara de Diputados quien asumiría la Presidencia de los Estados Unidos Mexicanos. Al mirarla me percaté de que se trataba de una mujer agraciada y elegante. Le calculé unos 48 años de edad. Sus movimientos mostraban seguridad, estilo y mando.

Todos los congresistas la saludaban con un respetuoso aplauso, no obstante que casi la mitad pertenecía al partido opositor. Todos le tributaban comedimiento y respeto, tanto a su persona como a su investidura. Ella lo agradecía con una refinada sonrisa y tan sólo se detuvo para saludar a la candidata derrotada, quien también la recibió aplaudiendo.

Por cierto, en su discurso anunció que varias de las propuestas más valiosas que su oponente planteó en su campaña serían parte del plan de gobierno de la nación de ambas. Que todos heredaban lo bueno para conservar, así como lo malo para corregir. Que el nuevo México no sería la obra de unos cuantos y ni siquiera de una mayoría, sino del esfuerzo y del mérito de todos. Si el problema habíamos sido todos, la solución tendríamos que ser todos.

Desperté antes que mi reloj y pensé que me gustó mucho esa nueva política nacional tan seria, tan valiente, tan comprometida, tan patriótica y de tan alta calidad. Pero también me asustó mucho pensar que esa nueva generación de mexicanos va a ser feroz y despiadada con nosotros por todo lo malo que le hicimos a su país.

Y lo peor para nuestro mal es que ellos tendrán toda la razón.

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