Por José Elías Romero Apis
Durante mi insignificante y ya lejano paso como abogado del gobierno, atendí a dos presidentes cuya profesión no era la abogacía. En varias ocasiones vi que les molestaron las leyes que les impedían realizar acciones nobles para la nación, pero prohibidas por la Constitución. Y cuando los abogados les tachábamos lo que ellos no podían hacer, aun siendo tan superpoderosos.
Debo reconocer que siempre sometieron su represidencial antojo ante el imperio de la ley y que siempre se tragaron la repugnante medicina que nosotros sus abogados les recetamos para cuidar su juramento de respetar la Constitución.
No siempre el conflicto es entre leyes y políticas. En algunas ocasiones es entre dos leyes o entre dos políticas. Por ejemplo, México tiene dos políticas que siempre han colisionado. Por un lado, una política energética de las más cerradas y restrictivas, mientras, por otro lado, una política comercial de las más abiertas y permisivas. Somos uno de los países o quizá el país con más tratados comerciales que hay en el mundo. Incluso más que Estados Unidos y que la Comunidad Europea. En materia comercial somos una envidia. En materia energética somos un enigma.
México ha logrado tener muchos de los mejores negociadores comerciales y de los mejores abogados tratadistas. Desde el bufete que me honro en dirigir veo que México es la universidad mundial en la materia.
Los tratados internacionales en materia comercial son normas o leyes de una jerarquía suprema, según el artículo 133 constitucional. Solamente por debajo de la propia Constitución Política, pero incluso más alto que el Código Penal que castiga el homicidio o que el Código Civil que regula el matrimonio. Así también sucede en los otros países con los que celebramos tratados. Es más, si el tratado no es supremo, no lo celebramos con ellos. Ésa es soberanía pura.
Como todas las leyes, los tratados son obligatorios. No así las políticas, que son potestativas. A la ley sólo puede oponerse otra ley, pero no una política. Como en la vida común, si me requieren que cumpla lo que debo tan sólo puedo alegar que no lo debo, pero sería ridículo que alegara que no quiero o que tengo otras prioridades o que no va con mis principios. Se reirían todos los que escucharan mi ridiculez. Ni siquiera una reforma constitucional unilateral nos serviría para evadir el cumplimiento de un tratado previo.
De allí que la controversia o litis en este asunto es que nuestros socios dicen que México violó el T-MEC, mientras que México dice que no lo ha violado. El asunto se reduce a un análisis jurídico, a la probanza del dicho de cada quien y a resolver sobre quién tiene la razón. El discurso político de la soberanía, del colonialismo o del mangoneo es una caricatura para distracción de quien desconoce el tema, pero que no sirve a los abogados ni a los negociadores ni mucho menos a los panelistas, que serán los jueces en esta disputa.
Este procedimiento comienza por una etapa que se llama de consulta y que es una especie de reunión de diálogo y de avenencia. Como las de los deudores con sus acreedores o como las esposas con sus esposos. Si hay entendimiento y arreglo, pues “san-se-acabó”. Si no lo hay, pasan a una segunda etapa que se llama panel y equivale a un juicio ante un tribunal.
Si perdemos, las consecuencias pueden ser de 3 tipos. Uno, que rectifiquemos y hagamos lo que nos requieren. Dos, que nos enterquemos y nos sancionen con castigos inmensos que pueden ser de 100 mil millones de dólares. Es decir, la mitad de nuestras reservas internacionales. Un país tuvo que establecer un impuesto especial para poder pagar su castigo. La tercera es los castigos unilaterales, por ejemplo, un amplio embargo de exportaciones y de importaciones. Un semibloqueo que nos convertiría en un México cubano.
La Constitución no utiliza la soberanía como perfidia y la soberanía no se escuda en la Constitución como guarida. México nunca ha faltado a sus compromisos ni a su palabra. Eso es un orgullo de honor. La ley es la más alta de las soberanías. La Constitución es soberana y la soberanía es constitucional. O existen las dos o no existe ninguna.