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sábado 21 de diciembre de 2024

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Por José Buendía Hegewisch

El acuerdo de la Guardia Nacional y la sucesión

El acuerdo presidencial para entregar la Guardia Nacional al Ejército envía una señal política clara sobre la revisión del papel de las Fuerzas Armadas en la democracia. La iniciativa debilita la perspectiva civilista que las marginó de las decisiones políticas y acotó a la seguridad nacional. Esta es la discusión de fondo que plantea la solución de López Obrador ante el debilitamiento de la gobernabilidad y su pretensión de asegurar la continuidad de su proyecto más allá del sexenio.

La polémica es trascendental porque rompe el paradigma civilista sobre el rol de los militares del último medio siglo, que se asentó en su marginación política ante las historias de golpes militares y represión en América Latina en contra de la democracia. Bajo esta perspectiva, la militarización de la seguridad pública es un retroceso por la capitulación de las instituciones civiles en una función central del Estado. Y que, sobre todo, les abre el juego en la deliberación de los asuntos políticos desde la seguridad y la protección de la ciudadanía hasta en decisiones como la sucesión presidencial.

De prosperar, la iniciativa convertiría al Ejército en un nuevo actor en el relevo de gobierno, sobre todo si, como pretende el Presidente, lograra su permanencia en las calles más allá de 2024, como limita la ley de la Guardia Nacional.

Su viabilidad es más que dudosa porque requeriría el aval de la Corte a un acuerdo inconstitucional o una reforma que, difícilmente, transitaría por la “moratoria” legislativa de la oposición el resto del sexenio; pero, por lo pronto, la polémica está abierta.

 Ante ella, los militares guardan silencio por su verticalidad y disciplina con el poder presidencial, pero, también, por parecerles que no es para tanto o, cuando menos, que se trata de funciones que los últimos gobiernos ya les han transferido. A pesar del discurso civilista, la expansión militar ha sido la constante desde los gobiernos de Calderón y Peña Nieto, y en todos los casos, a través de la violación del marco constitucional. Paradójicamente ha sido su fracaso lo que apuntala la revisión del rol de los militares, aunque tampoco han dado resultados.

Al respecto, López Obrador lo justifica, al igual que sus antecesores, como única salida a la crisis de seguridad y pérdida de gobernabilidad, aunque ha dado un paso más hasta ubicarlos en un lugar estelar de su gobierno también en obras de desarrollo y servicios públicos. Pero no ha podido pacificar al país con ellos, aunque ahora trata de explotar una nueva “ola” de violencia en Jalisco, Guanajuato, Chihuahua y Baja California para avivar la discusión y persuadir de la necesidad de los militares ante policías municipales y estatales incapaces de proteger a la población sin la intervención del Ejército.

 El terror por los ataques entre bandas criminales y el daño a la población civil además sirven para elevar la discusión al terreno de la seguridad nacional como parte de un proyecto transexenal. En Chihuahua, dijo el Presidente, se agredió a la población civil, “algo que no se había presentado”, en un esfuerzo por perfilar los nuevos términos del debate y retomar la iniciativa frente al mayor pendiente de su administración.

El avance de un esfuerzo político, así les aseguraría un lugar preponderante en el próximo sexenio.

La crítica al acuerdo ha llegado a señalarlo como un golpe militar a la Constitución, con una retórica anclada en la historia antidemocrática de las Fuerzas Armadas de la Guerra Fría.

 Pero sin detenerse en que han evolucionado y hoy no responden a la política de sabotaje que alentó EU en esa época.

 Por ejemplo, confesaba Juan González, asesor de Biden para América Latina, hace 40 años EU habría intentado impedir eltriunfo de Petro en Colombia o saboteado su gobierno, y no hay que olvidar que las recientes protestas en el continente no han dado lugar a golpes de Estado o a la represión abierta como entonces.

 Por eso, lo más relevante del acuerdo es el nuevo arreglo político, no sólo el problema constitucional, y el costo que supone abandonar las instituciones civiles para la justicia. Y ello sin que el nuevo rol de los militares ofrezca hasta ahora ninguna prueba de eficacia contra el crimen y de ser incorruptibles, como trata de persuadir el Presidente como la única solución a un problema que no ha podido resolver.

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