El violista Enrique Márquez abandonó México tras no encontrar trabajo, y ahora el destino pone en sus manos la educación musical de jóvenes talentos al ser contratado por la Manhattan School of Music de Nueva York.
Es el primer mexicano en ocupar un cargo directivo en la prestigiosa escuela, donde estudió la maestría, al haber sido nombrado como Decano Adjunto de Programas Juveniles y Director del Programa Preuniversitario.
Es un verdadero privilegio volver a mi alma máter y servir a su compromiso con la excelencia en la educación, el rendimiento y la actividad creativa», publicó Márquez en Facebook al hacerse pública su designación.
Relata en entrevista que en 2018 buscó trabajo durante seis meses en México sin lograrlo, a pesar de sus cartas credenciales: graduado de la Manhattan School of Music y de la Academia de Artes Interlochen, cursó la carrera en Indiana University Bloomington, donde estudiaron músicos como el violinista Joshua Bell y el contrabajista Edgar Meyer. A lo cual hay que agregar una maestría en Política y Gestión Cultural en la City University de Londres y su paso por la Graduate School of Education de la Universidad de Harvard.
Además, fue el director más joven que ha tenido el Instituto Cultural Veracruzano y fue impulsor de la Orquesta Filarmónica de Boca del Río.
No obstante, en 2018 se halló sin una oportunidad laboral.
«Hubo un cambio de gobierno y me fui a trabajar a Harvard porque en México no encontré trabajo, básicamente. Yo me quería quedar en México, pero me fue imposible», explica: «En México no encontré nada».
Harvard se interesó en él y lo contrató en 2019 para trabajar en su Departamento de Música como Gerente de Eventos y Administrador de la Fundación Musical Fromm.
Hoy se asume como parte de una generación de músicos mexicanos con «liderazgo a nivel global», como Gabriela Ortiz, Javier Camarena, Ludwig Carrasco, Enrico Chapela y Robert Treviño, algo que, considera, deben a la generación que les precede.
Márquez nació en una familia musical; tres de sus cuatro abuelos fueron pianistas. Su padre, Enrique Márquez y Sauza, ya fallecido, era profesor de piano y había dirigido la Facultad de Música de la Universidad Veracruzana, mientras que su madre, Eloísa Almazán, violista, fundó dentro de la casa de estudios, en Xalapa, el Centro de Educación Infantil, donde él arrancó sus estudios musicales.
«Qué mejor que hacer música para ganarse la vida, qué privilegio y honor poder hacer eso», responde ahora.
Eligió la viola como su instrumento a los 4 años, pero con el tiempo comenzó a sentirse desilusionado por la práctica del día a día, el preparar sus lecciones semanales; no disfrutaba del proceso de aprendizaje y decidió dejar la música a sus 8 años, para disgusto de sus padres, quienes respetaron su decisión.
Pero a los 11, cuando estaba en sexto de primaria, vivió una experiencia decisiva al tener una primera experiencia tocando en una orquesta juvenil como parte de un campamento de verano en el bosque de Sequoia, en California.
«Me cautivó tanto poder formar parte de una orquesta completa y tocar la música más gloriosa que jamás había escuchado: la música sinfónica», evoca en su ensayo La educación musical: Perspectiva histórica y el papel de los músicos como ciudadanos del mundo.
Y se encontró de vuelta en aquel mundo.
Márquez fue parte de la Orquesta Mundial de Juventudes Musicales como primera viola, así como en la Orquesta de las Américas, en la misma posición, un hito sólo logrado por Márquez y un músico venezolano.
«Eso sólo se logra con estudio, no hay de otra», asegura el músico mexicano.
Estudió en Alemania con Wilfried Strehle, violista principal de la Filarmónica de Berlín, una «experiencia extraordinaria» que duró un año con la «mejor orquesta del mundo», que «toca con una pasión impresionante» en cada ensayo, define, y con una «energía, dignidad y buen gusto» contagiosos.
En Nueva York, en 2004, debutó en el Carnegie Hall; hasta ahora el único violista mexicano en haberlo conseguido.
Por varios años logró ganarse la vida como músico, tocando con orquestas, algo de lo que se siente orgulloso y que no es nada fácil en una ciudad con una competencia feroz.
«Soy perseverante y obsesivo en algunas cosas también, pero pienso que mis papás me dieron todo esto para ser quien soy», dice Márquez, hijo único que nació «por casualidad» en Estados Unidos, Cleveland, el 9 de diciembre de 1980, donde su padre estudiaba un posgrado en piano, aunque llegado a Xalapa desde los seis meses de nacido.
Piensa en la orquesta como la máxima invención humana: «Es algo extraordinario, un instrumento tan polifacético, capaz de comunicar tantas emociones, tantos pensamientos, tantas verdades como ninguna otra disciplina».
Si en el deporte y en el mercado alguien gana y alguien pierde, en la orquesta todos ganan. «El oro es común, es algo que como humanidad tendríamos que tomar como paradigma».
Llegó un momento en que se planteó un dilema: Cómo podría servir mejor a la música y la cultura, ¿desde el atril o el escritorio? Tenía 25 años cuando se decidió por la gestión cultural, aunque su carrera como músico le satisfacía.
Su incursión en el nuevo terreno profesional fue una pasantía en el Lincoln Center que le confirmó que ése era el camino y lo impulsó a especializarse en Londres y Harvard.
De vuelta en México, en 2014, sería el artífice de la Filarmónica de Boca del Río, una ciudad donde no había una escuela de música ni una orquesta. «Fue crear algo de cero; éramos mi cuaderno y yo».
Constata con orgullo que la agrupación logró el arraigo en la comunidad y pudo sobrevivir al cambio de Gobierno y a la pandemia.
Márquez nunca tuvo miedo a soñar. Así lo aprendió en su familia. «Todo es posible, pero cuesta trabajo», concluye.