Mientras crecía en Forth Worth, al director de orquesta Robert Treviño (Texas, 1984) no se le permitió aprender español, la lengua de sus padres y de sus abuelos, de raíces mexicanas y origen campesino. Su familia buscaba que nada se interpusiera en su futuro, convencida de que si hablaba castellano podría conseguir un trabajo, pero no llegaría a jefe.
Muchos años después, en una conversación, su colega Benjamín Juárez Echenique le dijo: «Eres el director de orquesta mexicano más famoso ahora».
Escuchar eso fue un shock para Treviño, un líder en la escena internacional que siempre había asumido su herencia cultural en el ámbito familiar, pero en el terreno musical era siempre referido como una batuta estadounidense.
Comparte en entrevista que hace 20 años, cuando comenzó su carrera, le aconsejaban presentarse sólo como estadounidense porque solía pensarse que un director mexicano era capaz de dirigir, además de a Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, «tangos y pachangas», pero que nunca estaría al frente de una agrupación alemana, por ejemplo.
Mientras que, de otro modo, lo esperado era que hiciera a Leonard Bernstein o George Gershwin.
Pero Treviño ha desbordado por mucho esos límites.
«El mundo ha cambiado y me parece que puede ser positivo para otros asumir mi lugar», dice, aunque no quiere que reconocerse como méxico-estadounidense sea interpretado como algo superficial.
Siempre ha procurado abrir oportunidades a otros que como él provienen de un medio desfavorecido. Algo que tiene que ver con su propio origen: su bisabuela no sabía leer ni escribir, mientras que su abuela cursó hasta el tercer grado de primaria y tenía tres trabajos, al igual que su padre.
«Cada generación ha ido un paso más allá», dice orgulloso, refiriendo a una historia que encierra esfuerzo y trabajo y que Treviño juzga como «una historia mexicana».
En ese abrir brecha para quienes vienen detrás ha fincado su filosofía: «Tengo mis talentos y los he desarrollado, pero puedo abrir la puerta a los que vienen y establecer un nuevo estándar», comparte el director, que al momento de esta entrevista estaba en Italia para dirigir La rondine en el Festival Puccini.
Treviño es hoy una solicitada batuta tanto en Estados Unidos como en Europa: es el director musical de la Euskadiko Orkestra, en España; consejero artístico de la Sinfónica de Malmö, en Suecia, y conductor huésped principal de la RAI Torino, en Italia.
La suya es una carrera de sacrificio, talento y esfuerzo.
En su familia no había relación alguna con la música clásica, cuenta, y creció escuchando a Carlos Santana, Beastie Boys y Red Hot Chili Peppers, mientras que en sus reuniones sociales y familiares lo que sonaba era la música popular.
Su acercamiento a la clásica fue una revelación, a los 8 años, cuando su padre sintonizaba la radio de su pick up, pasó por una estación de FM y el pequeño Robert le pidió no cambiarle. «No sé qué sea, pero voy a dedicar a esto mi vida», le dijo muy seguro a su padre. Después supo que se trataba de la «Lacrimosa» del Réquiem de Mozart.
No obstante, comenzó su camino hasta los 13 años; antes fue imposible por no tener dinero para comprar un instrumento, aunque en la secundaria tuvo la suerte de asistir a una escuela pública con la reputación de ser una de las mejores en educación musical.
Con 50 dólares en la mano y el consejo de su abuela: «Haz lo que debes hacer, no retrocedas; nosotros te apoyamos», abandonó Texas para mudarse a Chicago para estudiar la universidad.
A pesar de su notable talento, a los 15 declinó una invitación para ir al Interlochen Center for the Arts por falta de dinero. «Fue la primera oportunidad que dejé ir».
Volvería a ese colegio años después, ya como un respetado director de orquesta, invitado a compartir sus conocimientos y filosofía con respecto a la música. Recuerda que decidió interrumpir sus vacaciones en Hawai para acudir, y mientras desayunaba con su esposa, la pianista Julia Siciliano, le comunicó sus planes: donaría el dinero de su paga para becar a un estudiante.
«Cuando tenía 15 años no pude ir, pero ahora puedo hacerlo posible para otro chico».
El beneficiario de la beca resultó ser un talentoso joven violinista, Alexis Mendiola, de 18 años, originario de Dallas, descendiente también de una familia mexicana que trabajaba como mariachi en un restaurante para ayudar a su familia.
Treviño se vio reflejado en él, que también había empezado tarde en la música, a los 13.
Cuando platicaron, recuerda, el chico le dijo algo que lo sacudió: «No tenía ningún modelo de músico clásico mexicano, no estaba seguro de que era posible ser exitoso hasta que te conocí. Ahora sé que es posible«.
‘El americano que conquistó Moscú’
Un día de 2013, en Moscú, en el camino de su hotel al Teatro Bolshoi, no lejos del Kremlin, símbolo del poder político ruso, Treviño leyó en la portada del Moscow Times: «El director de orquesta americano toma el relevo en Don Carlo; todo el mundo sospecha un fracaso».
Había sido contratado como segunda batuta, pero de último momento debió sustituir a Vassily Sinaisky en la ópera de Verdi, entonces la producción más cara en la historia del célebre foro.
Fue un éxito y empezaron a abrirse las puertas de otros teatros tanto en Europa como en Asia, e incluso dirigió en México a la Orquesta de Cámara de Bellas Artes con el pianista Abdiel Vázquez como solista.
Su debut en el Bolshoi fue a raíz de una invitación surgida en el Concurso Internacional de DirecciónEvgeny Svetlanov en Montpellier, Francia, en 2010, que terminaría ganando.
Su esposa lo convenció de que la oferta del teatro ruso iba en serio, y Treviño se preparó durante todo un año para el compromiso. En aquella época trabajaba ocho horas diarias en una tienda de abarrotes y, al terminar su turno, se dedicaba a estudiar la partitura de Tosca, de Puccini; debía tener hasta la última nota en la cabeza si es que no quería fallar.
Y así, terminando un día su turno en la tienda, empacó y voló a Moscú. Llegó al Bolshoi sin tiempo para ensayar con la orquesta, un verdadero desafío tratándose de una ópera particularmente difícil, pero, al terminar el primer acto, una comitiva de músicos se presentó en su camerino: «Maestro, la orquesta votó de manera unánime para nombrarlo director honorario del Bolshoi».
El público lo ovacionó de pie en aquella función, y supo que era el principio de algo: en unas cuantas horas, el joven director de 26 años había pasado de atender una tienda de abarrotes a subir al podio más emblemático de Rusia, y nunca más volvería a tener un empleo no relacionado con la música.
Tres años después ya era conocido como el «americano que conquistó Moscú».
Treviño ha sido también batuta de la Sinfónica de Londres y las filarmónicas de Múnich y Londres, en Europa, y, en Estados Unidos, de la Orquesta de Cleveland y las sinfónicas de San Francisco, Toronto y Detroit, además de dirigir en la Ópera Nacional de Washington.
Piensa que en su carrera ha sido esencial el consejo dado por su abuela, con quien se crió y fue una segunda madre para él: «No retrocedas, sigue siempre adelante». Había hecho un pacto con ella cuando enfermó de cáncer; si moría y él tenía un concierto, no cancelaría. Murió dos días antes de dirigir aquel Don Carlo, y no canceló, aunque lloraba en el vuelo hacía Moscú.
La suya ha sido una historia de éxito en la música clásica de alguien que tuvo todo en contra, pero que nunca claudicó.
«Ésa es mi historia, pero en realidad es una historia mexicana. ¿Cuántos padres no le dicen a sus hijos al cruzar el desierto: ‘No retrocedas, sigue adelante'».
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