Por Juan José Rodríguez Prats
Política y derecho
Para tomar decisiones, la primera reflexión de un servidor público debe ser escudriñar el derecho. Cuáles son los límites de sus atribuciones, cómo fortalece su autoridad, cómo vigoriza la legitimidad de su poder observando la ley. Pero en la realidad eso no acontece al soslayar que el derecho es la conciencia de la política. Recuerdo la respuesta seca de Bill Clinton a su conducta en la oficina oval con una asistente: “Porque pude hacerlo”. Ahí está un ejemplo del abuso del poder. Simplemente porque pudo.
La relación entre la política y el derecho ha sido estudiada desde el inicio de la vida del hombre en sociedad. Los dos tienen un género próximo: el poder. La primera, para alcanzarlo y ejercerlo; el segundo, para regularlo y ordenarlo. De esa congruencia se puede medir la calidad de un Estado. Me remito nuevamente a Ihering: “El derecho es la bien entendida política del poder, no la política estrecha, sino la que mira a lo lejos penetrando en el porvenir”.
El siglo XXI es el de la mensurabilidad, todo puede ser medido y evaluado. De ahí se desprende la conformación de las políticas públicas y sus efectos. El lenguaje de izquierda o derecha, liberal o conservador, ha sido sustituido por los números. A México se le califica muy mal en los índices que a nivel internacional miden el Estado de derecho. Si no mal recuerdo, estamos en el lugar 117 de 137 países evaluados.
Tenemos una pésima administración de justicia, que es el primer deber del sector público. Así lo sostienen los teóricos del contractualismo social: el individuo sacrifica parte de su libertad a cambio de seguridad.
Se ha discutido mucho cuáles son los fines del derecho. La justicia, el bien común y la seguridad. Los primeros dos conceptos son afines. El asunto se complica para entender el tercero, pues en su nombre se han instalado gobernantes autoritarios y totalitarios.
Suscribo la reflexión del jurista húngaro Julius Moor: “El fin del derecho es trascendente y no inmanente. Y sólo el bien común y la justicia trascienden el derecho, ya que la seguridad jurídica le es inmanente y no puede, en consecuencia, ser considerada como fin del derecho”. En otras palabras, la seguridad es una condición imprescindible del Estado de derecho. Si no hay seguridad, no hay derecho.
Se ha pretendido enfrentar este problema reformando leyes y creando instituciones. Evidentemente, han resultado insuficientes, por decirlo de alguna manera.
El trabajo es titánico. Implica revisar y transformar (ésta sí sería una auténtica transformación) el gobierno en todos sus niveles. Acudo de nuevo a Ihering: “La energía del sentimiento jurídico de la nación resulta ser, a fin de cuentas, la sola garantía de la seguridad del derecho”.
No me gusta la reflexión de Trajano, “Fiat iustitia pereat mundus”, hágase justicia aunque perezca el mundo. Mi argumento es simple: la prioridad es el mundo, no el derecho. Desde luego, tampoco coincido con la frase de Napoleón al leer El príncipe, de Maquiavelo: “El fin justifica los medios”.
Ni uno ni otro extremo. Equilibrio y ponderación.
Invito a quien considere falso lo aquí afirmado a asomarse al trabajo de lo que queda de nuestras instituciones. En el Poder Legislativo retrocedimos al viejo debate (es un decir) entre estatistas y liberales. La Suprema Corte, bastante mermada en su prestigio, tiene un rezago descomunal; hay muchos asuntos por discutir y definir. Cuando se procede contra personajes relevantes de la política, se percibe un tufo de parcialidad y negligencia. Después de tantos siglos de experiencia, no sólo en México, sino también en el mundo, hay una grave, lamentable e inexplicable confusión política. La forma más elemental de disminuirla es remitirnos al derecho.
En México, violar la ley es un deporte nacional; se manosea, se distorsiona, se ignora. He ahí la primera tarea.