Por Víctor Beltri
La política no es razón, sino emociones
El reciente empeño del Presidente por militarizar a la Guardia Nacional es preocupante, sin duda; el apoyo incondicional que ha recibido por parte de quienes se asumen de izquierda —y habían hecho de la “no militarización” una bandera política para golpear a los gobiernos anteriores— lo es aún más.
México se ha convertido en un país de dos sectas, en el que cada una se alegra de los fracasos y molestias de la otra y procura, con toda intención, que sucedan. Vivimos inmersos en una falacia de falso dilema —impulsada con perversidad desde la Presidencia de la República— en la que sólo existe la posibilidad de apoyar incondicionalmente el proyecto del mandatario o de ser etiquetado como perteneciente a la facción contraria. Los “fachos”.
El Presidente representa un símbolo para los dos bandos y, si bien para unos su llegada al poder ha sido lo peor que le ha pasado al país, para los otros su figura ha representado la única posibilidad de terminar con el sistema al que identifican como responsable de todas sus penurias. Por eso el resentimiento inducido, por eso la polarización provocada desde la tribuna presidencial. Por eso el regocijo cuando la oposición se molesta, por eso la aprobación a las decisiones presidenciales a pesar de que sean notoriamente contradictorias o resulten, incluso, perjudiciales para la nación.
Como las políticas de salud, que nos dejaron cientos de miles de muertos; como las políticas de seguridad, que nos han dejado cientos de miles más. Los seguidores del obradorismo parten de la premisa de que la situación actual es producto de las décadas en que rigió el sistema anterior, y en consecuencia tomará muchísimo tiempo revertir los errores y abusos del pasado. Por eso están dispuestos a permitirle cualquier cosa mientras se les asegure que continúa la transformación: por eso es que han renunciado a la evidencia, a cambio de la esperanza.
Los 30 millones de electores que votaron, en 2018, por López Obrador, en realidad no apostaban tanto al éxito de su gestión como a la derrota del sistema al que les enseñaron a culpar por todos sus problemas, y que no quieren que regrese por ningún motivo. No entenderlo así, y caer en el falso dilema del Presidente que los encasilla como representantes del pasado, es el mayor error de los partidos de oposición y lo sería mucho más si la candidatura del frente opositor se le otorgara a quien demuestre ser más combativo. La situación del país ha cambiado en los últimos cuatro años, y la gente que ya los rechazó en las urnas no cuenta con ningún motivo para volver a creer en ellos, mucho menos cuando su único argumento es el odio irrestricto al titular del Ejecutivo: un odio que, tan sólo, lo legitima.
Por eso la importancia de no caer en el enfrentamiento. La gente no apoya al Presidente porque sea un estadista, sino porque fue él quien les ha dado la oportunidad de tomar revancha, y les regala —además— el dinero que les dice que los otros querían robarse; la gente no cuestiona el fondo de las propuestas del Presidente, sino que las festeja por la forma en que molesta a sus opositores. La política no es razón, sino emociones: ante estos argumentos, y los escándalos cotidianos de los partidos y sus dirigentes, magnificados por el aparato oficial, de nada sirve seguir insistiendo en una fórmula que no funciona.
El Presidente, como candidato, representaba la antítesis del régimen al que logró derrotar; al llegar al poder, sin embargo, en vez de formar un gobierno de síntesis —en el que todos los sectores de la sociedad tuvieran cabida— prefirió hacer más profundas nuestras divisiones y enquistarse en una lucha de contrarios que, aunque ya había ganado, terminó por convertirse en la única razón de su existencia. Y de la nuestra, por lo visto, si le seguimos haciendo el juego: aunque las palabras duelan, la oposición, sin una propuesta que nos integre a todos, logrando la síntesis entre los dos bandos, no tiene oportunidades.