Por Federico Reyes Heroles
La visita de los dragones
¿Vida o muerte? ¿Cómo equipararlas? Son antónimos. Se puede desear larga vida a una persona, a una institución, a una causa, a una nación, a ese conjunto de sentimientos que nos unen. Entonces: ¡Viva México!
Proclamar la muerte, vitorearla como un anhelo colectivo, habla de un giro enfermizo. El presidente ha hecho de su palabra un tramposo instrumento de evasión, distracción y engaño. Invierte en ella y en trasladar su presencia –que cree redentora– mucho más tiempo que analizar sus actos de gobierno. Cada mañana hay un nuevo ardid, una nueva trampa retórica, una calculada inyección de veneno: “cómo se llama… este intelectual profundo… que hasta la comunidad judía… ¡ah, sí, Alazraki!”. Ese guion, ese sketch, como miles más, fue calculado con alta dosis de perversión. Fingió acordarse de él por su religión. El odio nos gobierna. “¡Muera la corrupción! ¡Muera el clasismo! ¡Muera el racismo!”.
La corrupción –de la cual su gobierno es un brillante ejemplo ya internacional– no es un bicho o un personaje mitológico al que debemos matar, el dragón al que se enfrenta San Jorge para salvar a la doncella. ¡Qué fácil sería! La corrupción es el complejo resultado de leyes y reglamentos que la incentivan, de burocracias que la usufructúan, de actitudes ciudadanas muy arraigadas, de empresas que pelean mercados y de la opacidad, como la que aplica a diario este gobierno. Encarnaciones de la corrupción están alrededor de él y las protege. No pregonan con el ejemplo. Aun así, no podemos vitorear la muerte de ellos, para eso hay leyes.
El racismo es un triste fenómeno que se presenta en sociedades pobres y ricas. Varias naciones europeas abominan la migración, de la cual dependen sus economías. En nuestro vecindario –tanto al norte como al sur– hay racismo. En la nación más desarrollada del mundo, arrinconar ese sentimiento ha llevado décadas. Hace medio siglo el racismo era legal. Hoy sigue existiendo. En México hay racismo, sobre todo hacia los indígenas. El color de piel todavía provoca sentimientos de rechazo. Pero, lentamente, nos hemos alejado de esa peligrosa búsqueda: la pureza. El afortunado mestizaje tiñó a nuestra nación. Gonzalo Guerrero, con su descendencia mestiza, es considerado el “padre del mestizaje”. En todo el continente americano hubo mestizaje, por la presencia española, portuguesa, africana, pero también irlandesa, asiática, como en Perú.
Proclamar la muerte del racismo es un irresponsable acto de demagogia. Ese veneno puede provocar violencia. ¿Quiénes son los puros de México? Acaso quieren que se linche a los de piel blanca. El mestizaje es biológico y cultural y es algo deseable, como siempre defendió Carlos Fuentes. Si de verdad se deseara combatir las actitudes racistas, deberían comenzar por las aulas hoy despreciadas. Los mexicanos sólo consideran benéfica a la inmigración europea, ni siquiera vemos de igual a igual a nuestros “hermanos” centroamericanos. Ahí están los números. Si fueran coherentes apoyarían a la Academia Mexicana de la Lengua en su espléndido esfuerzo por actualizar los mexicanismos. En lugar de ello la ahorcan, quizá por su obsesión antihispánica, que –en el fondo– es racista. Si la lucha fuera real, corregirían la vergonzosa persecución de los migrantes.
El clasismo también está en la mente y no “muere” por proclamas. Considerarse éticamente superior es clasismo. Denostar a los “ricos” es clasismo. Criticar a los “aspiracionistas” es clasismo. Preferir como residencia un Palacio de origen imperial es clasista. Calumniar a los que cruzan por Harvard es clasismo. Criticar a los que quieren tener más de un par de zapatos es clasista. Es igual de clasista despreciar a los pobres que a los ricos o a las clases medias. Cabemos todos. Exhibamos un enojo y resentimiento sin fin.
Gritemos vivas a la educación, a la salud, al respeto a las leyes, a la aceptación de los otros, a la vida misma –hoy tan amenazada– y actuemos en consecuencia.