El economista. “Las más leves o efímeras impresiones en nuestra tierna infancia pueden tener consecuencias importantes y duraderas”.
Esta idea es suscrita por la mayoría de los psicólogos y educadores de la actualidad pero la cita proviene de Some Thoughts Concerning Education (Algunas ideas sobre la educación), un libro escrito a finales del siglo XVII por John Locke, uno de los filósofos británicos más influyentes de todos los tiempos.
Esta obra, que es la respuesta a la pregunta de un amigo aristócrata sobre cómo educar a sus hijos, alcanzó un éxito significativo desde el momento mismo de su publicación, en 1693. De hecho, llegó a convertirse en el manual de referencia para la formación de los menores, especialmente en el contexto anglosajón.
Cuando un buen amigo y joven padre me preguntó recientemente por algún libro útil sobre la educación de los niños, pensé en esta obra de Locke. Aunque la bibliografía contemporánea sobre psicología infantil y ciencia educativa es crecientemente intensa, preferí optar por una obra clásica, ligada a la tradición humanística y filosófica.
Me parece especialmente oportuno revisitar los valores de la formación clásica en humanidades, cuando hoy muchos cuestionan su utilidad en la educación o su importancia para el desarrollo personal y profesional.
Muchos padres delegan la atención de sus hijos en smartphones, dispositivos tecnológicos, plataformas móviles y juegos digitales, por comodidad, por falta de tiempo o de recursos alternativos. Por otro lado, también está la adicción que se puede generar del uso incontrolado de las tecnologías desde edades muy tempranas.
Se piensa incluso en la utilidad que tendrían los robots específicamente diseñados para la atención de los hijos, en tiempos en los que ambos padres trabajan y los buenos cuidadores son caros y escasos. Por otro lado, algunos conciben un universo deshumanizado, en el que la inteligencia artificial puede suplir la labor de los progenitores, profesores o tutores.
Por mi parte, pienso que la tecnología proporciona un fabuloso universo de recursos para personalizar y potenciar el aprendizaje, tanto de niños como adultos. Pero también sigo confiando en la enorme utilidad de las humanidades y la tradición clásica en la enseñanza.
Para explicar la trascendencia de la educación en la infancia, Locke formula dos principios claves:
Educación, una competencia de los padres
El primero, que la educación de los hijos es, fundamentalmente, competencia de los padres. Aunque por conveniencia o comodidad esta se pueda delegar en otros familiares –sobre todo abuelos o tíos–, en los profesores o incluso en el Estado, la responsabilidad última recae en los progenitores. Este planteamiento es especialmente relevante en nuestra época, cuando, en la mayoría de los casos, hay oportunidad de planificar el crecimiento familiar y la decisión de tener hijos responde, en la mayoría de los casos, a una planificación racional y consensuada.
Por otro lado, en su función de proteger el derecho básico a la educación, el Estado y las distintas administraciones públicas tienen la obligación de subvenir y asistir a los padres en este ejercicio.
Dada la importancia de los primeros años en el moldeamiento de la personalidad, la fijación de los valores y el desarrollo de las habilidades, el Estado, especialmente en países avanzados, debería invertir en la calidad y gratuidad de guarderías. Por ejemplo, el aprendizaje de idiomas adicionales al nativo es mucho más asequible y rápido en edades tempranas, como también lo es el desarrollo de la apreciación del conocimiento, o el desarrollo de las características básicas que conforman el carácter.
Educación, la mejor inversión en los hijos
El segundo postulado lockiano señala que la educación es la mejor inversión que se puede hacer en los hijos y que está por encima de los bienes materiales que se les puedan transferir (aquí se refiere expresamente al alto coste que tienen los buenos tutores).
La literatura y la vida proporcionan ejemplos de cómo algunos padres se desviven por crear emporios económicos para que sus hijos los hereden y recreen, pensando que esa es la mejor contribución que pueden hacerles. Al ser uno de los filósofos que más ha defendido la propiedad privada como uno de los derechos básicos que deben respetar los gobiernos, Locke no cuestionaría la relevancia que tienen las herencias y donaciones entre familiares. Pero también es consciente del valor de la educación sobre otras alternativas, incluidos los bienes materiales:
“La diferencia en los modales y capacidades de las personas se debe a la educación más que a ningún otro factor”.
Somos lo que adquirimos mediante la educación. Locke rechaza que nuestra manera de ser y comportarnos sea algo innato –hoy cabría decir genético– o consecuencia exclusiva del entorno en el que se ha nacido o de los bienes recibidos. Cuando nacemos, explica, somos una tabula rasa, donde todo lo que se escribe está por venir.
Esta idea refleja el planteamiento central del empirismo, que sostiene que la única fuente del conocimiento humano es la experiencia y que toda proposición debe someterse a la información que nos proporcionan nuestros sentidos y vivencias.
Locke es uno de los exponentes de esta corriente filosófica, junto conBerkeley y Hume. Esta filosofía tendrá enorme influencia posterior en el desarrollo de la filosofía analítica y del positivismo, de tanto arraigo en el entorno anglosajón y en el pensamiento actual.
No solo atención y tiempo
Por otro lado, Locke explica que la educación de los hijos no consiste simplemente en prestarles atención o tiempo. Critica duramente el exceso de mimo como origen de la malformación del carácter y la creación de personas consentidas y caprichosas. Utilizando una analogía clásica, muy pertinente a este caso, el filósofo explica que la educación de los hijos se asemeja a la travesía entre Scylla y Charibdis que narra Homero en La Odisea.
En la época de Ulises, solo los marineros diestros sabían mantener el rumbo entre dos obstáculos simultáneos: el remolino originado por Caribdis, que tragaba los barcos, y el escollo de Scylla.
Los padres, por su parte, deben mantener el equilibrio entre el cariño y la disciplina. Explica Locke que muchos padres cometen el error de intentar hacerse amiguetes de sus hijos en la infancia y juventud. Solo en la edad adulta, cuando existe raciocinio y se entiende el valor de la amistad, es cuando los padres pueden entablar esa relación con sus hijos.
Llama la atención la condena de Locke del castigo físico como remedio para corregir las faltas de los niños, en un contexto histórico en el que esta práctica era frecuente (y ha continuado ejerciéndose hasta hace pocas décadas). Solo admite el empleo de castigo físico en casos extremos de obstinación.
En vez de emplear castigos y recompensas –el palo y la zanahoria–, explica el filósofo, es preferible recurrir al elogio en público cuando se realiza una buena acción o se muestran los méritos personales, y a la reprensión –a veces basta con una mirada– en privado, cuando los niños han actuado mal. Es interesante esta recomendación, que yo suscribo también en la relación profesional con adultos.
Educación, bienestar y cuidado
Locke es pionero en muchos otros aspectos de la educación de niños y jóvenes. Por ejemplo, los primeros capítulos del libro anticipan las teorías de bienestar actuales. Partiendo de la máxima de Juvenal mens sana in corpore sano (una mente sana en un cuerpo sano), formula diversas recomendaciones relacionadas con la necesidad del deporte, de la actividad al aire libre y de una dieta equilibrada.
Es interesante la defensa que hace de la natación, como practica que desarrolla el cuerpo y la personalidad. Cita la expresión que los romanos utilizaban para describir a los mal educados: nec literas nec natare (ni tienen cultura ni saben nadar). También proponía prácticas para la preparación de los niños para la resistencia física, incluidas duchas frías y no abrigarles en exceso.
Su influencia posterior es evidente: en la actualidad, la propuesta de combinar ejercicio físico con desarrollo intelectual forma parte del ideario de casi todas las instituciones educativas.
En sus planteamientos sobre nutrición se refleja su aprendizaje de la medicina en la Universidad de Oxford; sus conocimientos sobre las bondades del consumo de ciertos alimentos o de la adopción de hábitos de vida saludables se destilan a lo largo del libro. Sugiere comer moderadamente, masticar bien los alimentos, evitar el exceso de carne e incluso el ayuno frecuente: “Los romanos ayunaban hasta la cena”, decía.
Humanidades y artes liberales
Especialmente interesante es la defensa que Locke realiza del aprendizaje de un oficio o carrera, compatible con el estudio de las humanidades y las artes liberales, especialmente teniendo en cuenta que dirige sus recomendaciones a un aristócrata que vivía de las rentas. Aquí Locke es precursor del modelo de estudios adoptado en siglos posteriores por muchas universidades, que combina el estudio de disciplinas generalistas con la especialización destinada a la incorporación al mercado laboral tras la graduación.
En general, Locke sigue la tradición clásica que centraba la educación de los niños y de los jóvenes en el desarrollo de virtudes o hábitos. De nuevo, las virtudes no son cualidades innatas, sino adquiridas. Para el aprendizaje de las virtudes Locke sugiere utilizar ejemplos: “Los niños actúan imitando a otros”, explica. Especialmente, siguiendo el ejemplo de los padres.
“Todos somos una especie de camaleones”.
Si hubiera que elegir un libro de lectura para los niños, especialmente en edades tempranas, Locke recomienda las Fábulas de Esopo. Suscribo la recomendación, junto con la lectura de otros autores que son posteriores al pensador británico, y que han constituido una lectura muy formativa para muchos de nosotros, como los cuentos de Hans Christian Andersen.
En resumen, Locke escribió un manual clásico y moderno sobre educación infantil, muy recomendable para padres. Sorprende el conocimiento, la intuición y la sabiduría de Locke, dado que él mismo ni se casó ni tuvo hijos. Un pensador moderno, original y relevante.