Por Jorge Fernández Menéndez
La trampa del crimen de Estado
Cuando la administración Peña Nieto aceptó la participación del Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales en la investigación, ya muy avanzada, del caso Iguala no comprendió, hasta que ya fue muy tarde, que estaba cometiendo un grave error.
No porque permitiera supervisar la investigación que ya estaba realizando la PGR, sino porque el GIEI se constituyó prácticamente en un ministerio público paralelo, con sus propios recursos y personal, todos proporcionados y pagados por el Estado, sus mecanismos de investigación y su propia y pesada carga ideológica.
Los integrantes del GIEI han tenido una actividad respetable de trabajo por los derechos humanos en sus países, pero se ha dado en otros contextos y realidades: nuestro escenario no es de lucha antiinsurgente, sino de crimen organizado, con todos los grises que éste genera y un tipo de violencia muy diferente. No es el Estado el que tiene una política de aniquilación de sus adversarios, son los grupos criminales que, en ocasiones, cooptan funcionarios, policías, incluso militares, pero no es el Estado el que está a su servicio. México tampoco es un narcoestado, independientemente del fuerte empoderamiento criminal.
En el caso de la noche de Iguala, de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, eso se aplica al pie de la letra. Incluso en el testimonio de los testigos protegidos de la Fiscalía especial, la narrativa es la misma: el secuestro y desaparición de los jóvenes se dio por la confrontación entre las bandas de Los Rojos y la de Guerreros Unidos porque detrás de los autobuses de los jóvenes venían camionetas con gente armada de Los Rojos, y la orden fue atacar a unos y otros, porque no se podían hacer distinciones entre ellos. Fueron retenidos por policías municipales de Iguala, Cocula y Huitzuco y entregados a los sicarios, que se los llevaron en varios grupos y terminaron asesinándolos.
La comisión de Alejandro Encinas, la Fiscalía especial y antes el GIEI partían de una premisa diferente: había sido el Estado y habían participado el Ejército y la Policía Federal. No tenían ni tienen cómo probarlo, por eso reconvirtieron a los sicarios detenidos en la pasada administración en testigos protegidos, luego de permitir que quedaran en libertad. Se queja ahora Encinas del juez del caso que los liberó, pero no asume que fue su equipo y la Fiscalía, encabezada por Gómez Trejo (colocado por Encinas), quienes no actuaron para impedir que esos sicarios fueran liberados, ya que incumplieron con los mandatos judiciales y no entregaron las pruebas que hubieran permitido que siguieran en prisión. Ése fue el precio para que se convirtieran en testigos a modo, que cinco o seis años después de los hechos recordaron una versión completamente diferente a las que habían dado en sus declaraciones originales, involucrando a funcionarios y militares que, extrañamente, nunca antes habían señalado y que ni siquiera, según su propio testimonio, conocían.
Con eso se elaboró el informe y con eso se pidieron las órdenes de aprehensión, las que se concedieron y las que finalmente fueron rechazadas. Pero todo eso tenía dos objetivos: llegar al crimen de Estado, que siempre pregonaron estos grupos, y a partir de allí condenar a las Fuerzas Armadas y, en particular, al Ejército como tales, como instituciones.
Como quedó demostrado ayer durante casi una hora de la mañanera o el martes en la comparecencia del secretario Adán Augusto López en el senado, el presidente López Obrador ha quedado encerrado en una trampa que, paradójicamente, él mismo y su gente construyeron. Insistimos en un punto: no hay prueba alguna en contra del general José Rodríguez Pérez de actos delictivos en Iguala aquel 26 de septiembre, sólo los dichos de un sicario confeso, que “escuchó” que el entonces coronel estaba implicado con Guerreros Unidos. La palabra del sicario vale más que la de un general con 44 años de servicio.
Pero, incluso, dejemos de lado ese hecho. El Presidente y el secretario de Gobernación han dicho en estos días que no se trata de condenar al Ejército, sino a cinco elementos del instituto armado, al mismo tiempo han ratificado que creen que Iguala fue un crimen de Estado. Pues bien, si se trata de un crimen de Estado éste tiene que haber sido cometido por las instituciones del Estado, en ese caso hay que condenar a la institución militar y, por lo menos, a los Poderes ejecutivos, incluyendo el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, que es el Presidente de la República. Ésa es la tesis que quisieron imponer los grupos que dicen que encabezan a los padres, el GIEI, Gómez Trejo y Encinas. Si se trata de personajes aislados que cometieron un crimen, más allá de que detenten cargos en alguna institución y lo hacen por su relación con el crimen organizado, no estamos de forma alguna ante un crimen de Estado. Es simple delincuencia.
Ésa es la trampa en la que Encinas y su equipo, junto con el GIEI y otros actores, metieron al Presidente. Fue un crimen de Estado y, por ende, una acción institucional o fue una acción criminal de grupos criminales a espaldas del Estado. No pueden ser las dos cosas al mismo tiempo. Y menos aún si esa narrativa se construye con base en testimonios de oídas.