Moisés Naím
Tanto Mohamed bin Salmán, el príncipe heredero de Arabia Saudita, como Ji Xinping, el presidente de China, o el zar ruso Vladimir Putin han lanzado feroces campañas contra la corrupción. Lo mismo han hecho dictadores en todo el mundo. Un buen número de acusados de corrupción han sido condenados a muerte y la mayoría a largas penas de cárcel.
No hay evidencias de que la corrupción en el mundo haya disminuido. Más bien, todo indica que estas campañas anticorrupción son la excusa preferida por los gobiernos autócratas para atacar a sus opositores. Pero mientras que los ejemplos de éxito en la lucha contra la corrupción son escasos, sus mutaciones son cada vez más impactantes. A la corrupción «normal» ahora le debemos añadir la cleptocracia y, a esta, los Estados mafiosos.
La corrupción «normal» es transaccional. Ocurre cuando una persona u organización privada soborna a funcionarios públicos para hacer que una determinada transacción genere beneficios indebidos para los involucrados. Es el policía de tránsito que a cambio de un pago no pone la multa por conducir a exceso de velocidad o el contratista que le promete al ministro el 10% del monto del contrato si su oferta es seleccionada. Esta es la corrupción clásica, versión 1.0, que se ve en mayor o menor grado en casi todas partes del mundo, desde Austria hasta Zimbabue.
Lamentablemente, en muchos países la corrupción va mucho más allá. Se trata de las naciones gobernadas por cleptócratas (del griego: clepto se traduce a robo y cracia a gobierno).
Es un sistema donde el presidente, primer ministro o monarca utiliza los fondos y recursos de la nación como si fuesen propios y los distribuye entre sus familiares, testaferros y socios, aliados políticos y altos oficiales militares. Cleptocracias hemos visto en los cinco continentes: desde el Haiti de «Baby Doc» Duvalier hasta el Kazajistán de Nursultan Nazarbayev. Muchos de estos cleptócratas mantienen a su pueblo en la indigencia mientras ellos se roban los activos de la nación. Pero no todos. Suharto, el dictador de Indonesia entre 1967 y 1998… permitió que el país se desarrollara bajo su mandato. Así, el ingreso real per cápita de los indonesios aumento 20 veces.
Por dramática que nos pueda parecer la cleptocracia, no es la principal amenaza de la corrupción a gran escala. Ciertos países van más allá y se convierten en Estados mafiosos. Allí, la corrupción pasa de ser una fuente de enriquecimiento ilícito para los gobernantes a ser usada como un potente instrumento político.
En la Rusia de Putin, la Venezuela de Nicolás Maduro y el Egipto de Abdelfatah al Sisi los gobernantes utilizan la corrupción como una herramienta para aumentar su poder dentro del país, así como en sus relaciones internacionales. Los Estados mafiosos son la expresión máxima de la corrupción 3.0. Ya no se trata de grupos criminales que influyen sobre el gobierno desde afuera, sino que la sede de la corrupción es el gobierno mismo.
Vladimir Putin, por ejemplo, utiliza a personajes como Yevgeny Prigozhin, jefe del Grupo Wagner, un ejército de mercenarios, para hacer el trabajo sucio del Kremlin en todas partes del mundo. Desde sus humildes inicios como cocinero del Kremlin —o, bueno, jefe de la empresa de catering que se encargaba de esa labor— Prigozhin fue creciendo en poderío y riqueza junto con el líder ruso hasta convertirse en un cómplice clave.
Cuando hablamos de corrupción, entonces, es importante precisar de cuál de estos tres niveles estamos hablando. Porque los tres son nocivos, pero el segundo es mucho más nocivo que el primero, y el tercero mucho más que el segundo.
La corrupción que opera a escala mundial y que es gestionada por gobiernos autócratas en apoyo de sus estrategias geopolíticas es una amenaza para la cual el mundo no tiene respuestas efectivas. Hay que reconocer que la corrupción 3.0 no es solo un problema para jueces, fiscales y policías. Es una amenaza para las democracias del mundo y para la seguridad internacional.