Manuel Gil Antón
Es preciso recurrir a Joaquín Sabina en la consideración de los cimientos profundos de la nueva propuesta educativa en el país. No sería la primera vez que la poesía echase más luz a un proceso social que algunas teorías. Dice el cantautor que «No hay nostalgia peor/ que añorar lo que nunca jamás sucedió». El verso es impecable e implacable.
Subyace a la estructura del nuevo modelo curricular un riesgo, y no menor: el supuesto de que lo sucedido con la colonización fue la destrucción de un pasado, de tal modo concebido, que resulta inexistente.
No es posible negar, de ninguna manera, que en los procesos de colonización se impuso, de forma a la vez violenta y sofisticada (el sincretismo sesgado como conquista ideológica) una visión del mundo y formas de organización social que destruyeron, o asimilaron a su conveniencia, las propias de las sociedades sometidas al poder de quienes, por la vía de la espada y la cruz, las arrasaron. Los crímenes y el ejercicio brutal de la violencia, así como modalidades de hibridación favorables a los invasores y su cosmovisión, basada en la racionalidad occidental como sustento de una pretendida forma superior de civilización, es una realidad histórica ineludible.
Los autores de la perspectiva que se ha dado en (mal) llamar «decolonial» (contamos en nuestro idioma con el término descolonizar) consideran que esos procesos forman parte del enraizamiento primario de la implantación de la dominación capitalista posterior.
Se puede acordar o discrepar del análisis que emprenden —eso es lógico frente a toda interpretación del devenir que aspire a tener fundamentos empíricos que la sostengan— pero el peligro al que aludo es postular (o suponer que), por ello, las anteriores formaciones sociales eran perfectas, cuasi celestiales: equitativas, sin desigualdad ni procesos de subordinación de unos grupos sobre otros, colaborativas y carentes de violencia e, incluso, con una organización productiva en perfecta armonía con la naturaleza.
¿Eran distintas? Sí. ¿Fueron destruidas de manera injusta, y modificadas unilateralmente por los colonizadores con base en el ejercicio de la fuerza y la ambición? Sí. ¿Es este un hecho inobjetable y es importante reconocerlo como parte de la explicación de nuestra historia y el impacto que tiene hasta el presente? Sí. ¿Eran formas de organización social ausentes de dominación, sometimiento, estratificación y violencia? No, y esta parte no puede ser escamoteada por una idea del pasado que sea la base de un proyecto educativo, so pena de inventar un espejismo del que derivan errores graves.
Entre ellos: la idea de un «hombre bueno», a la que se pueden sumar la tendencia que asume, de forma acrítica, la bondad intrínseca de las formas de organización de las comunidades originarias, e incluso a la afirmación de la existencia de un pueblo sabio que, en su caso, cuando yerra lo hace por el impacto de las consecuencias de la colonización, el capitalismo o el adjetivo, no el análisis serio, del proyecto neoliberal.
Es necesario evitar que, frente al fracaso en la construcción del «hombre nuevo» o sus inmensas dificultades, se entronice la idea de rescatar al ser humano antiguo, bueno por naturaleza y habitante de sociedades idílicas. Sería una manera de cultivar la peor nostalgia: la que añora algo que no sucedió y, peor, que aún existe. La pedagogía crítica tiene que hacerse cargo de este problema, so pena de incumplir con el adjetivo que la califica como tal. Es parte de su raíz y sentido hacerlo.
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