Pascal Beltrán del Río
Tic, tac
El tiempo del sexenio va marchando hacia su final y los corifeos del oficialismo nos quieren convencer de dos cosas: que el país estaría peor sin López Obrador y que hace falta otra presidencia del mismo signo ideológico para terminar el trabajo.
Lo primero es imposible de demostrar.
El país no estaba bien antes de 2018, ni duda cabe; por algo la gente optó por la alternancia.
Es verdad que el crecimiento de México en los años previos se encontraba muy lejos de su potencial y era claramente insuficiente para cubrir la demanda de empleo y vivienda de las nuevas generaciones.
También es cierto que la violencia criminal y la corrupción habían llegado a niveles escandalosos, provocando dolor e indignación entre los mexicanos.
Sin embargo, el nuevo gobierno dijo que tenía soluciones para enfrentar esos tres problemas, entre otros, y lo que ahora vemos, cuatro años después, es que no sólo no han desaparecido los males de los que supuestamente se iba a librar el país, sino que, en varias cosas, hemos ido en reversa.
En el caso del crecimiento económico, los números oficiales son significativamente peores. Y en cuanto a la seguridad pública, hay un notorio estancamiento.
En materia de corrupción, rubro en el que la realidad suele tardar en manifestarse, hay signos de desazón: la falta de castigo a la mayoría de las historias de patrimonialismo del pasado; el desvío multimillonario en Segalmex; la discrecionalidad con la que se otorgan contratos públicos, y las evidencias de nepotismo en la burocracia.
Si estaríamos peor sin López Obrador es discutible. Habrá quien opine que sí y quien opine que no. Lo documentable es que México no está mejor que en 2018.
Tan es así que con harta frecuencia escuchamos a las autoridades actuales —comenzando por el Presidente de la República— decir que toda la culpa es de lo mal que dejaron el país los gobiernos “conservadores” y “neoliberales”.
Si realmente estuviéramos mejor, no habría necesidad de señalar al pasado a cada rato y poner pretextos en cada tema. Mostrar los avances sería más que suficiente.
Eso nos lleva al segundo punto: ¿hace falta otro periodo presidencial para amacizar la susodicha transformación?
De entrada, dicho planteamiento demuestra que las promesas hechas en campaña y en los primeros meses de la administración no se cumplieron. Por otro lado, el gobierno está adelantando que se convertirá en un porrista de su partido en la próxima temporada electoral, no para defender ganancias e impedir que se pierdan los avances, sino para ofrecer, a nombre de otro (u otra), que lo que no pudo hacerse en este sexenio se realizará en el próximo.
Pero, además de que dicho planteamiento representa una clausura anticipada del periodo presidencial, ¿qué garantía pueden tener los ciudadanos de que eso se va a cumplir, es decir, que ahora sí creceremos, que ahora sí habrá seguridad y ahora sí se acabará la corrupción?
Eso es como pedir que les firmen un cheque en blanco.
Si no fuera por las necesidades que el gobierno ha creado mediante los programas sociales, las probabilidades de una continuidad política en 2024 serían muy limitadas. Como no hay logros que presumir —el respeto a la autonomía de Banco de México y el equilibrio en el gasto público no son precisamente hechos novedosos—, la claque oficialista quiere convencernos que, con otro sexenio más, los problemas no resueltos ahora sí desaparecerán.
Basta una mínima reflexión para entender que se trata de una promesa —otra más— muy difícil de cumplir. Si la primera vez no se hizo realidad, ¿por qué ahora sí?
No hay duda de que en la acera de enfrente —la de la oposición— tampoco hay mucho que ofrecer para enderezar el futuro. Quizá sea tiempo de dejar de creer en el cuento de que los problemas del país los va a venir a resolver un solo hombre (o mujer).
Más aún, cuando quienes aspiran a la candidatura del oficialismo en 2024 lo único que atinan a presumir de sí mismos es lo cercanos que son al Presidente, el hombre que prometía que, con él, todo estaría mejor.