A los 12 años, recién desempacado del viaje, Enrique Arturo Diemecke abrió la ventana de su pequeño cuarto de azotea y observó, con asombro, el semblante inconfundible de la ciudad de Guanajuato.
“¡Es La bohemia!”, le gritó de inmediato a su hermano, el también violinista Pablo Diemecke, en referencia a la ópera de Giacomo Puccini, que los dos recién habían visto y los tenía encantados.
Como los poetas, pintores y músicos de esa historia, que desde su pobre buhardilla dominan la vista entera de París, así los hermanos llegaban a la ciudad bohemia de Guanajuato para entregarse de lleno a la vida artística que seguirían por el resto de sus vidas.
“Siempre esta ciudad me marcó muchísimo. Yo la comparaba, estando en Europa, con que muchos de los trazos que veía de las calles y que veía de los edificios, era como un déjà vu; esto ya lo vi”.
Enrique Arturo Diemecke
Director de orquestaDécadas después de ese arribo, con un humor espléndido, Enrique Arturo Diemecke, hoy uno de los directores de orquesta mexicanos más reconocidos internacionalmente, posa frente al Teatro Juárez y abre grandes los brazos, como el poeta Rodolfo de la ópera y como él mismo al llegar a Guanajuato.
“Era como una escenografía y pensé: ‘aquí es la ciudad donde quiero estar'”, recuerda el director general artístico del prestigioso Teatro Colón de Buenos Aires y de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires.
Un día antes de la entrevista, en ese mismo teatro, Diemecke (Ciudad de México, 1955) recibió la Presea Cervantina, máximo reconocimiento que otorga el Festival Internacional Cervantino a una trayectoria artística.
“Sentí como que nunca me había ido de ahí, como que siempre estuve. Hay cosas con las que el tiempo siempre juega con uno, que parece que fue ayer, y luego de repente uno se da cuenta de que lo de ayer parece que fue hace mil años”, dice sobre el momento en que recibió el galardón.
El del Teatro Juárez fue, de hecho, el primer escenario que pisó en la vida, incluso antes de que supiera tocar cualquier instrumento, disfrazado como conejito para un evento escolar.
Esta mañana del 29 de octubre, contento, jovial, el director enseña una foto de ese episodio de su infancia temprana, con la misma sonrisa de entonces.
Familia de músicos consumados, los Diemecke llegaron ahí cuando el padre, el chelista Emilio Diemecke, fue convocado para ser uno de los maestros fundadores de la primera Orquesta Sinfónica de Guanajuato.
De ese primer periodo en la ciudad, hay pocos, pero cálidos recuerdos.
“Lo primero que yo pude ver eran los cielos”, dice con cierta nostalgia, en una mañana particularmente soleada, bajo un cielo azul sin nubes.
“Las calles se me hacían enormes. Atravesar la calle de Positos, donde vivíamos, se me hacía una eternidad y el otro día, caminando por ahí, le dije a mi hermana, ‘¿te acuerdas que atravesábamos la calle nosotros y se me hacía la calle más ancha del mundo?'”, dice ahora sobre las vías estrechas y sinuosas.
De Guanajuato, la familia partiría hacia Monterrey, donde Emilio Diemecke repitió el empeño de fundar una orquesta, pero la ciudad pronto volvería a tocar la puerta, cuando el director de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato (OSUG) se interesó en Enrique Arturo y Pablo, entonces violinistas de un cuarteto familiar, de 12 y 14 años respectivamente.
“Mi hermano Pablo y yo hicimos hasta huelga de hambre para venirnos a Guanajuato“, ríe Diemecke, sobre la negativa inicial de su padre.
Durante algunos meses, ambos hermanos vivieron solos en la ciudad, al cuidado de amigos de la familia, en lo que el resto de los Diemecke se reubicaban allá.
Algunas transgresiones juveniles llegan a la mente, como una tarde en la que, sin permiso de sus padres, los dos fueron al antiguo Cine Guanajuato, entonces a un costado de la emblemática escalinata de la universidad, para ver una película romántica llamada Amor sin barreras.
Por la extraña traducción del título, nadie pudo haberse imaginado que aquél sería el primer encuentro de Enrique Arturo Diemecke con Leonard Bernstein, compositor de la música de la cinta llamada, en realidad, West Side Story.
“Salimos fascinados y mi hermano y yo íbamos cantando todas las canciones de ahí, de la West Side Story y bailando, que si éramos Jets o éramos Sharks”, celebra la travesura.
Ya entrado en Bernstein, Diemecke cuenta divertido la anécdota de cómo, según el mito, el compositor estadounidense pasó a servirse una cantidad generosa de tragos en el Famoso Bar Incendio, una tradicional cantina guanajuatense tristemente desaparecida, antes de dirigir a la Orquesta Filarmónica de Israel durante el décimo Cervantino.
“No olvides que soy de acá”, guiña el ojo a un periodista de televisión al que le cuenta la historia, cuando éste último se sorprende de que Diemecke conozca el “FBI”.
La ciudad de sus inicios como atrilista
Y es que antes de los estudios en Estados Unidos, Francia, Italia, Austria, Alemania e Inglaterra, antes de que se cimentara su camino como director de orquesta, Enrique Arturo Diemecke fue un joven atrilista de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato (OSUG) y, como no, miembro de una estudiantina.
“Ahí convivíamos con chicos que eran filósofos, estudiantes de medicina, de arquitectura, de ingeniería“, recuerda con cariño.
“Muchos cantaban, tocaban guitarra y era la vida bohemia de acá y las estudiantinas eran la parte culminante de todos estos bohemios que las creaban para reunirse de una manera más formal”, apunta.
Una fotografía que tiene, presta, en su celular, los muestra a él y a su hermano Pablo, con un traje elegantísimo de tunos, galantes y sonrientes, con sus violines en mano, posando juntos con el resto de la Estudiantina de Oro de Santa Fe de Guanajuato.
“Conocíamos los callejones ya como si fuera nuestra casa”, presume.
“A veces llevábamos serenatas a la chica de acá, al balcón de acá, y luego a la del balcón de allá y te la pasabas serenateando toda la noche“, recuerda.
“Eso era muy bonito, menos cuando hacía mucho frío, porque, cuando tocas el violín, no es fácil tocar cuando tienes las manos congeladas”, ríe.
Con la OSUGDiemecke ofrecía conciertos regulares en el Teatro Juárez y en el Teatro Principal de la ciudad, además de viajar regularmente a León, Irapuato, Celaya, Salamanca, San Miguel de Allende y Dolores Hidalgo.
“Eran nuestras giras ‘internacionales'”, cuenta el violinista.
Con esta agrupación, Diemecke aprendió el repertorio de Tchaikovsky, Brahms, Beethoven y las obras de cámara de Stravinsky y Prokofiev, pero su amor por Mahler y Strauss no encontraba salida por el tamaño de la orquesta.
Fue por ello que, cuando le ofrecieron un lugar en la naciente Orquesta Sinfónica del Estado de México, se fue de Guanajuato persiguiendo ese otro sueño.
Vendría ahí, en esa orquesta, su primera actuación como director, carrera que sería la definitiva, como muestra ahora su posición en una de las salas de concierto más prestigiosas del mundo y su celebrado periodo como director de la Orquesta Sinfónica Nacional durante 16 años.
Donde sea que esté, sin embargo, Guanajuato lo acompaña en todo momento desde que abrió la ventana de su pequeño cuarto de azotea.
“Siempre esta ciudad me marcó muchísimo. Yo la comparaba, estando en Europa, con que muchos de los trazos que veía de las calles y que veía de los edificios, era como un déjà vu; esto ya lo vi”, valora.
Al momento de recibir la Presea Cervantina, las historias de su familia se le agolpaban en la mente, por lo que se mantuvo lo más tranquilo que pudo.
“Tenía que contenerme, en realidad. Le decía a mi mamá ‘mira, si no digo muchas cosas de la familia, no se preocupen ustedes, no es que los ignore ni nada, sino que, si me emociono de más, ya no termino, me arranco ahí a chillar y me voy a esconder'”, cuenta.
“Yo tenía que guardar la emoción para el concierto, para la música“, confía. “Estaba yo como la señora de los tamales: ‘si le vendo todo a usted, ¿después qué vendo?'”.
Un regreso triunfal de la mano de Mahler
La vida, lo sabe bien Enrique Arturo Diemecke, está hecha de bucles muy curiosos. Así, si bien es cierto fue su amado Gustav Mahler quien lo alejó de la ciudad que ahora lo honra, fue él mismo quien lo hizo regresar, ahora como director huésped de la orquesta en la que fue violinista, con la Quinta Sinfonía del compositor austriaco.
Sobre el escenario del Teatro Juárez, tras la entrega de su presea, Diemecke deslumbró con Mahler en la orquesta que lo vio nacer.
“Es como un ‘uroboro’, la serpiente que se muerde la cola”, reflexiona Diemecke, quien este sábado 5 de noviembre presentará en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, el libro Biografía con música de Mahler, de José Ángel Leyva.
Posando con los brazos bien abiertos, como el poeta Rodolfo, frente al Teatro Juárez, Enrique Arturo Diemecke pareciera abrazar a Guanajuato, como la ciudad lo abrazó de joven, sin soltarlo nunca.