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lunes 20 de enero de 2025

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Reconciliación o conflagración

Reconciliación o conflagración

José Elías Romero Apis

Existen dos formas básicas de concebir y de ejercer la política, en relación con las personas. La primera es con los otros y se llama conciliación. La segunda es contra los otros y se llama conflagración.

En estos nuestros tiempos la conflagración le ha ganado terreno a la conciliación. Los gobernantes y los gobernados ya empezaron a enojarse, a enfrentarse, a rechazarse, a injuriarse y a odiarse. Por eso resalta que un aspirante presidencial, Ricardo Monreal, haya planteado una propuesta de reconciliación nacional, con sensatez y con lucidez.

Durante casi un siglo, México fue uno de los escenarios políticos estelares de la conciliación. De la política de alianza, de avenencia, de tolerancia, de respeto y de concordia.

Es cierto que hubo algunos momentos de berrinches. Pero se pagaron con el alto costo de nuestro bienestar, de nuestra tranquilidad y de nuestra sangre. Gustavo Díaz Ordaz se enojó y se murieron estudiantes. José López Portillo se enojó y se expropiaron bancos. Vicente Fox se enojó y se persiguieron candidatos.

Sin embargo, a pesar de todo, ni ellos tres ni nadie, antes ni después, se la tomaron contra los gobernados ni éstos se la tomaron contra los gobernantes. Nadie agredió ni injurió a los ciudadanos, aunque se lo merecieran, y nadie agredió ni injurió a los gobernantes, aunque se lo merecieran. Sin embargo, ahora sí sucede, pero la nación no se lo merece y es la que, al final, paga la cuenta de los destrozos.

En tanto, mientras México era conciliador, el mundo vivió y sufrió la conflagración de los intolerantes. José Stalin, Adolfo Hitler, Mao Tse-Tung, Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla son tan sólo algunos ejemplos de los muchos que escribieron páginas de bestialidad en la historia de la política. Nunca los debemos borrar de la memoria. Siempre nos deben servir para recordarnos y para advertirnos que no somos perfectos, y que sólo los otros nos ayudan a no perdernos.

Por fortuna, también tenemos enseñanza en los conciliadores. La lista sería larga, pero me quedo con uno solo en beneficio del espacio y del tiempo. Nelson Mandela hubiera tenido un millón de razones para hacer lo que quisiera con los racistas de su país. Desde injuriarlos en la tribuna hasta ejecutarlos en el paredón.

Pero con eso hubiera cometido dos graves errores. Uno, moral, y el otro, político. Así se hubiera convertido en otro de ellos. Los sudafricanos habrían cambiado a un racista por otro, pero no hubieran remitido el racismo. Lo grave sería que seguirían siendo racistas, aunque antes racistas rubios y después racistas morenos. La misma barbarie con distinto color.

Por el “apartheid”, Sudáfrica se había ganado el repudio de casi la totalidad del planeta, excepto de los gobernantes idénticos. Casi nadie civilizado quería tener algo que ver con ese país. Ni comercio ni turismo ni diplomacia ni visas ni becas ni patentes ni alianzas y ni siquiera olimpiadas ni ayudas humanitarias.

Hoy, muchos de sus antiguos rechazantes ya tenemos relaciones excelentes con Sudáfrica. Pero, si Mandela hubiera optado por la conflagración, todos los países hubieran seguido rechazando a la Sudáfrica de Mandela, así como rechazaron a la Sudáfrica de De Klerk.

Ésa fue su gran victoria política, más allá de la humanista. La reconciliación reunió no sólo a los sudafricanos entre ellos, sino también a los sudafricanos con el planeta. El Premio Nobel no se otorgó a Mandela por haber cambiado al gobierno, sino por haber reconciliado a los sudafricanos con la especie humana, si hablamos en idioma humanista. O por haber reconciliado a Sudáfrica con los otros países de la Tierra, si lo decimos en lenguaje político.

Mandela fue un ejemplo de humanismo, pero, sobre todo, fue un maestro de política. He allí el valor factorial de la reconciliación. Para el verdadero político no hay sustituto de la concordia, que no debe confundirse con la medianía ni con la defección ni con la rendición ni mucho menos con la traición. Por el contrario, es la manera de lograr que nuestras convicciones de fondo puedan alcanzar la definitiva victoria.

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