CIUDAD DE MÉXICO.-“¿Ha logrado el gobierno de López Obrador realizar las posibilidades históricas que estaban latentes la noche del primero de julio de 2018?; ¿hemos presenciado un rompimiento con el pasado, la redención de las luchas de generaciones anteriores, la inauguración del futuro?; o, en cambio, ¿estamos atestiguando una enorme traición, un regreso de lo reprimido, una radicalización de las mismas dinámicas funestas que llevaron a millones de personas a buscar un cambio, a suspender el fatalismo y cantar en lugar de llorar?”.
A responder esas preguntas nos convocó Nicolás Medina Mora en un foro celebrado en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara hace apenas unos días.
No tengo respuestas definitivas a las interrogantes. Diría, más bien, a modo de preámbulo, que, en muchos aspectos -muchos-, el país se ha transformado para bien; en otros, el país se ha transformado para mal y, en algunos más, quizás en los que hay que poner más atención, México navega en un proceso transformador hacia un rumbo todavía ambivalente. Más allá de posicionarme en los naturales ejes de la discusión entre obradoristas y no obradoristas, me interesa dilucidar precisamente aquellos aspectos que la polarización política ha renunciado a explicar.
I
En muchos aspectos, más de los que me gustaría admitir, el gobierno del presidente López Obrador no entregará buenos resultados al terminar su sexenio. Más allá de algunos ejemplos puntuales, es difícil encontrar métricas que puedan presumirse con holgura. ¿Dónde están las causas de este -llamémoslo así- fracaso?
En primer lugar, en una pandemia de la que se olvidan la mayor parte de los análisis críticos al gobierno. Es muy difícil, casi imposible, hacer un balance comparado de esta administración. No irían tan lejos para afirmar que la pandemia eliminó cualquier ejecución posible del plan presidencial, pero sí estrechó el margen de maniobra. (Y hay que admitir que lejos de pretender llevar a cabo el proyecto a toda costa con base en un endeudamiento irresponsable, el presidente optó por la prudencia fiscal). La pandemia es, también, la razón obvia -aunque no suficiente- por la cual no se promovió una reforma fiscal progresista, uno de los varios reproches que acertadamente se hacen al gobierno.
No todo es resultado de la pandemia, por supuesto. Es innegable que la austeridad mal entendida, la falta de experiencia de muchos cuadros y el desinterés por la técnica, generó políticas públicas deficientes en su planeación y ejecución. Ahí están, como botón de muestra, los retrocesos en educación y salud.
En segundo lugar, el presidente ha sido incapaz de rectificar ahí donde era necesario. En incontables ocasiones López Obrador ha preferido negar la evidencia, inventar excusas y acusar al enemigo político como causa de sus fracasos. Los ejemplos son muchos; no insisto en el tema porque la evidencia es conocida; los costos también.
Por último, estimo necesario hacer eco, aunque suene ya a lugar común, de la política de despojo que caracterizó al país en los últimos cuarenta años. La ola de privatizaciones, concesiones ilegales y desigualdades generadas hace imposible conseguir victorias fáciles en muchas de las métricas que (acertadamente) se exigen al gobierno. El país recibido por López Obrador el primero de diciembre de 2018 ya estaba polarizado entre pocos ricos y muchos pobres, ya sufría un problema de seguridad bestial con márgenes mínimos de maniobra para la política pública y muchas de sus instituciones estatales ya estaban total o parcialmente cooptadas por intereses criminales. Las dolencias del elefante reumático estaban ahí sembradas mucho antes de 2018. No éramos Dinamarca -y tampoco íbamos hacia allá.
En resumen: considero que el régimen en el México de la postransición dejará mucho a deber en el renglón de las categorías empíricas favoritas de la tecnocracia. Sin embargo -y llego aquí al punto central del argumento que intentaré desarrollar- veo grandes posibilidades de que la narrativa del obradorismo continúe presente en la política mexicana al menos por una generación. Y esa no es una mala noticia.
Al menos en el eje de lo social, la narrativa obradorista será el motor de un proyecto político que, afinando, aprendiendo y tomando mejores decisiones podrá ofrecer mejores oportunidades de vida a los y las mexicanas; esto es, podrá ser exitoso en las métricas que ultimadamente son las que justifican la existencia del Estado.
II.
Es improbable, y hoy por demás inverosímil, pensar que un nuevo gobierno, así sea de oposición, deje de priorizar proyectos de infraestructura en el Sur del país tal como lo ha hecho el obradorismo. Chiapas, Veracruz, Oaxaca, Guerrero y Tabasco no volverán a pertenecer al país de segunda al que fueron relegados por décadas, por no decir, siglos.
En un escenario de transición electoral permanecerán, incluso en el peor de los escenarios electorales para el presidente, las políticas sociales de carácter universal que aseguran -ancladas con rango constitucional- que el crecimiento económico no vuelva a estar desfasado de la idea de inclusión, tantas veces olvidada por gobiernos anteriores. Al menos en ese aspecto el obradorismo pervivirá más allá de 2024.
Cierto es: el obradorismo como “estilo personal de gobernar” no podrá ser repetido. Quien lo intente estará destinado a las dos, la farsa y la tragedia. Y, sin embargo, juzgo que rasgos de ese estilo no podrán -ni deberían- perderse del todo. Estimo que se ha desterrado la posibilidad de un Poder Ejecutivo resolviendo los problemas del país desde el lujoso jardín de los Pinos; visitar cada rincón del país una y otra vez será no solo una posibilidad electoral, sino una obligación política. En la gran era de las redes sociales, el obradorismo ha reivindicado la necesidad de ver a lo local y viajar a lo local; hacer política desde allí. No es poca cosa.
No veo en el futuro a un presidente ofreciendo parcas entrevistas en ambientes controlados o viajando a Europa cada dos meses con un séquito de ochenta periodistas a su lado. Tampoco veo a una sociedad permitiéndolo.
¿Quién se va a atrever a presentar un programa político ajeno al principio de austeridad republicana? ¿Habrá un futuro gobierno que se resista a continuar con los planes de justicia y restitución de tierras de pueblos originarios como lo ha hecho éste con respecto a los pueblos yaquis y seris? ¿Habrá quien detenga los planes de apertura de archivos históricos militares y revindique la lucha política de los militantes de izquierda asesinados durante la guerra sucia?
Dudo que vuelva a implantarse aquella retórica que defendía el cuento de hadas de la industria eléctrica incluyente o aquella que sostenía, sin ir más lejos, que el petróleo, más que una posibilidad de desarrollo era poco menos que una sucia mezcla de hidrocarburos de la que había que deshacerse con rapidez. El discurso privatizador continuará existiendo, pero sus carencias ideológicas ya han sido expuestas con nitidez; su fuerza ideológica fue desarmada por el obradorismo.
No parece posible que en el futuro cercano vuelva a instalarse en nuestra vida pública el continuo desfile de servidores públicos que iban y venían de las puertas giratorias promovidas por la iniciativa privada, dinámica que permitía la cooptación parcial o total de muchas de las entidades supuestamente autónomas que habilitan, todavía hoy, que algunos personajes sigan defendiendo desde las instituciones del Estado mexicano el modelo económico que fue repudiado en la elección de 2018.
Es improbable, muy improbable, que en 2024 o en 2030 alguien vuelva a señalar que el “salario mínimo” no importa para nada, sino apenas como indicador útil para fijar multas. No. La Comisión Nacional del Salario Mínimo no será otra vez un cementerio de elefantes. Considero que el incremento de casi 90 por ciento del salario mínimo en apenas cuatro años es el comienzo de una nueva política laboral que promueva que las ganancias de los empresarios se repartan de manera más equilibrada entre el capital y el trabajo. Para ello no hay vuelta atrás.
Después de lo vivido los últimos cuatro años será complicado dar vuelta en U a los ejercicios de democracia sindical motivados sí, quizás, por el Tratado de Libre Comercio, pero defendidos con entereza desde la Secretaría del Trabajo. ¿Es una métrica intangible, pregunto, el respeto a la vida interna del magisterio y los principales sindicatos del país? En ese rango de ideas, vuelvo a preguntar, ¿creemos que volverá la época en la que se promovían desde la Secretaría de Economía los programas de contratación tipo outsourcing?; ¿volverá a regatearse el reparto de utilidades a trabajadores que tan solo en el último año se duplicó? Mi apuesta es que no, que mucha de la narrativa que defiende el obradorismo -al menos en su eje social y laboral- permanecerá más allá de su sexenio.
Una parte fundamental del obradorismo defiende una narrativa acorde a las necesidades y retos que enfrenta un país como México. Se trata de una narrativa que pone énfasis en la inclusión de las grandes mayorías, empezando por aquellas que viven en el Sur del país o que están especialmente vulnerables a los vaivenes políticos; es una narrativa que apuesta al crecimiento igualitario y que señala, con claridad inaudita, que la corrupción no es un rasgo cultural de los y las mexicanas, sino un flagelo estructural alimentado por y desde las élites nacionales.
III.
Sí, es verdad: el 2024 se verá muy distinto al que acaso imaginábamos en 2018. En muchos aspectos México estará mucho más lejos del lugar mítico que trazábamos mientras festejábamos el triunfo electoral aquella noche del primero de julio. Este gobierno no representa, en definitiva, la redención definitiva de las luchas históricas de izquierda. La política es, sin embargo, entre otras cosas, la administración de expectativas y decepciones. Admitirlo no es traición.
Y, sin embargo, a cuatro años del triunfo electoral de López Obrador, México no es la dictadura militar que pintan algunos, ni vive el cuarto “golpe de estado” en una misma semana como imaginan nuestros más ilustres columnistas. México sigue en su tránsito frágil por el mundo, con profundas necesidades y urgencias, pero con un panorama menos gris que el que plantean las alternativas políticas que hoy se presentan como oposición, pero que representan, esta vez de verdad, y quizás de manera definitiva, una vuelta al pasado.
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[1] Texto presentado por el autor en el panel “Instrucciones para desarmar una democracia: El cambio de régimen en el México postransición” celebrado el 30 de noviembre de 2022 en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Esta versión incluye cambios menores al discurso original.
ENTRESACADOS
En muchos aspectos -muchos-, el país se ha transformado para bien; en otros, el país se ha transformado para mal y, en algunos más, quizás en los que hay que poner más atención, México navega en un proceso transformador hacia un rumbo todavía ambivalente.
El régimen en el México de la postransición dejará mucho a deber en el renglón de las categorías empíricas favoritas de la tecnocracia. Sin embargo (…) veo grandes posibilidades de que la narrativa del obradorismo continúe presente en la política mexicana al menos por una generación.
Este gobierno no representa, en definitiva, la redención definitiva de las luchas históricas de izquierda. La política es, sin embargo, entre otras cosas, la administración de expectativas y decepciones.