Por José Elías Romero Apis
En mi juventud, soñaba que la política era ilusión, tersura y placer. Ya en la madurez, desperté y advertí que era realidad, dureza y deber. Para mi bien, la vida me mostró que todo eso puede ser junto. Que el verdadero político puede transformar su más cruda realidad gracias a sus mejores sueños, así como enriquecer sus sueños con su propia realidad. Que en la política de nada sirven ni un realista sin sueños ni un soñador sin realidad.
Durante este año que termina, Pascal Beltrán del Río y yo hemos dedicado algo de nuestro tiempo a coescribir una serie sobre la futura sucesión presidencial. Quizá por eso, en estas vísperas, las premoniciones se mezclaron con mi ineludible realismo, con mi irredento cinismo y con mi inocente idealismo.
Ya hemos listado a 25 aspirantes y todavía nos faltan. Hay que observarlos con mucha atención e imaginar cómo se comportarían portando la banda presidencial. Los ciudadanos electores tendremos que afinar nuestras capacidades de selección y nuestras aptitudes de elección. Se me ocurre que nos pudiere ser útil pensar en el perfil y en el tipo de gobernante que requiere México. Una vez resuelto eso, veamos si es el que nosotros queremos que sea.
Si ambos son el mismo, felicitémonos porque ya decidimos, pero si resulta que no son el mismo, tendremos que decidir si preferimos un gobierno de la razón o un gobierno del corazón. De cualquier manera, subsiste la pregunta. ¿Quién se merece la Presidencia?
Los demócratas dirían que quien triunfe en los comicios. Los patriotas, que quien más ame a México. Los lambiscones, que quien mejor los coloque. Los sacacuartos, que quien más negocios les propicie. Los pedigüeños, que quien más dádivas les regale. Los cárteles, que quien más tarugo sea o se haga. Los tránsfugas, que quien más apoyo tenga de los estadunidenses.
Los frívolos dirían que el que tenga mejor tipo. Los moralistas, que el que robe menos. Los inmorales, que el que robe, pero reparta. Los mensos, que el que hable más bonito. Los románticos, que el que más prometa. Los optimistas, que cualquiera es bueno. Y los pesimistas, que cualquiera es malo.
Yo diría que lo que más me gustaría es que supiera gobernar y no tanto que supiera economía o derecho o medicina. Que tuviera al mejor guerrero para hacer la guerra. Al mejor pacifista para ganar la paz. Al mejor financiero para que tengamos dinero. Al mejor en cada especie para que logremos bienestar, salud, seguridad, educación, obra pública y hasta cultura. Que tuviera al mejor político para que los legisladores le den su aprobación sin tener que presionarlos y que tenga al mejor abogado para que los jueces le den la razón sin tener que amenazarlos.
Hay atributos que pueden prestársele o ayudarlo para que los desarrolle, pero hay otros que jamás podrían instalársele si no los tiene. ¿Cuántos funcionarios se requieren para prestarle valentía a un gobernante cobarde? ¿Cuántos congresistas se requieren para convertir en leal a un traidor? ¿Con cuántos puntos de aceptación se puede convertir en patriota a quien no lo es? ¿Con cuántos votos se convierte en inteligente a un idiota?
Mi dieta a base de realismo, cinismo e idealismo con la que me he nutrido durante mi vida adulta me ha convencido de que la democracia no es un ejercicio de la ética, sino un ejercicio de la aritmética. No gana ni ganará el que tenga mejores virtudes, sino el que tenga más votos.
Ésa es, quizá, la respuesta acerca de quién se merece la Presidencia de la República. Nunca se la merecen el cinismo, la irresponsabilidad, la inconsciencia, la intriga, el odio, la perfidia, la ambición, la cobardía, la vanidad ni la soberbia, pero siempre se la merecen la seriedad, la lealtad, la madurez, la valentía, la magnanimidad, la justicia y, sobre todo, el patriotismo.
Esto no me lo regaló el dulce ensueño de la juventud, sino que me lo empotró la dura realidad de la madurez.