Por Luis Alfonso Valdes Blackaller Año de 1796
(Sacado del manuscrito del Teniente Coronel don Antonio Cordero)
Parte 2 de 4
Antonio Cordero fue gobernador de Coahuila en dos ocasiones entre 1798 – 1817, gobernador de Texas de 1805 – 1808, y de Sonora y Sinaloa entre 1813 – 1819. Sirvió desde muy niño en las compañías presidiales (tropas encargadas de proteger a los pobladores de las provincias), hizo por espacio de muchos años la guerra a los salvajes, sabía su lengua, y ninguno como él pudo hablar con tanto tino y tamaña exactitud.
El Manuscrito dice así: (parte 2, continuación de la semana pasada)
«De nada hace vanidad el apache, sino de ser valiente, llegando su entusiasmo a tal punto, que se tiene a menos al hombre de quien no se sabe alguna hazaña, de la que resulta agregar a su nombre el de Jasquie, que quiere decir bizarro, anteponiéndolo al por qué es conocido, como Jasquietajusitlan, Jasquiedecja, etc. Prevalece esta idea y costumbre entre los gileños y mimbreños que, efectivamente, son los más arrojados.
Está extendida en esta nación la poligamia, y cada hombre tiene tantas mujeres cuantas puede mantener, siendo a proporción del número de estas el de los jacales que componen su horda o aduar. El matrimonio se verifica comprando el novio la que ha de ser su mujer a su padre, o pariente principal de quien depende. De aquí dimana el trato servil que sufren, y que sus maridos sean árbitros hasta de su vida. Muchas veces suele disolverse el contrato por unánime consentimiento de los desposados, y volviendo la mujer a su padre, entrega este lo que recibió por ella. Otras terminan por fuga que cometen las mujeres, de resultas de los maltratamientos que sufren, en cuyo caso se refugian en manos de algún poderoso, quien las recibe bajo su protección, sin que nadie se atreva a exigir de él cosa alguna.
Mudan sus rancherías a medida que en el lugar en que han vivido escasean los comestibles necesarios para ellos y sus bestias, trasladándose ya de una sierra a otra, ya de una roca o crestón a otro de la misma cordillera o montaña. Suele influir mucho para estas traslaciones la necesidad de buscar lugares a propósito para pasar con más comodidad las diversas estaciones del año. La reunión de muchas rancherías en un punto suele ser casual y dimanada de ir todos buscando ciertas frutas, que saben abundan en tal o tal terreno por un preciso tiempo. También es prevista y combinada, o con la idea de formar cuerpo para defenderse, o con la de celebrar alguna de sus funciones, que se reducen a cacerías y bailes y juegos en la noche. En lo general se decide en estas juntas algún plan de operaciones contra sus enemigos. En estos casos, no solo se unen las rancherías de una parcialidad, sino que suelen congregarse dos o más tribus completas.
En cualquiera de estas incorporaciones toma el mando del todo por común consentimiento el más acreditado de valiente; y aunque esta dignidad no infunde en los demás particular subordinación, ni dependencia, pues cada cual tiene salvoconducto para irse, quedarse, o no aprobar las ideas del jefe, siempre prepondera el influjo de este, especialmente para la disposición de su campamento, método de defensa en caso de ser atacado, o emprender cualquiera maniobra hostil. Las rancherías así reunidas, siempre ocupan los cañones más escabrosos de una sierra de difíciles gargantas para aproximarse al terreno, que siempre está inmediato a elevadísimas alturas que dominan los llanos circunvecinos. En esta colocan sus ranchos los que han de servir de vigías durante la reunión, siendo de su cargo descubrir las avenidas y dar los avisos correspondientes. En estos puestos elevados jamás se hace lumbre, y siempre viven los de vista más sutil, y que tienen mayor práctica y conocimiento de la guerra.
Los bailes son sus favoritas diversiones nocturnas en estas juntas. No tienen más orquesta que sus voces y una olla o casco de calabazo a que se amarra una piel tirante y se toca con un palo. A su compás y el de las voces que interpolan hombres y mujeres, saltan todos a un tiempo formados en diferentes ruedas, y colocados ambos sexos simétricamente. De cuando en cuando entran al círculo dos o tres más expeditos y ágiles que ejecutan una especie de baile inglés, pero de suma violencia y dificultosas contorsiones de todos los miembros y coyunturas. Si el baile es preparatorio para función de guerra o en celebridad de alguna acción feliz concluida, se ejecuta con las armas en las manos: se mezclan alaridos y tiros; y sin perder la cadencia del Ho, Ho, se publican las hazañas acaecidas o que se intentan ejecutar. Hay también bailes que disponen los adivinos cuando han de ejercer su ministerio. Los ejecutores se tapan la cabeza con una especie de máscara, hecha de gamuza. Es la música infernal y diabólicas sus resultas.
A las cacerías grandes concurren indistintamente hombres, mujeres y niños, unos a pie y otros a caballo. La del cíbolo se llama carneada: exige tiempo y preparativos de ofensa por irse a practicar en terrenos inmediatos a naciones enemigas. Es particular a los mescaleros, llaneros, y lipanes, que son vecinos a esta clase de ganado. El objeto presente es la caza, que hacen comúnmente de venados, buras, berrendos, jabalíes, puercoespines, leopardos, osos, lobos, coyotes, liebres y conejos. Reconocidos por los rastros de estos animales los valles, sierras, llanos y montes que frecuentan, y determinado el día, ordena el jefe de la empresa los parajes en donde deben amanecer colocadas las diferentes cuadrillas que han de hacer el ojeo, los puntos que han de ser ocupados por tiradores flecheros de a caballo y de a pie, y los que a lo largo han de servir de vigías para precaverse de insultos de enemigos, en que también se apostan los destinados a este servicio. De esta forma amanece cercado un ámbito de terreno, que no pocas veces llega a cinco o seis leguas de circuito. La señal de comenzar el ojeo, y por consecuencia, de cerrar el cerco, es dada por humazos. Hay hombres a caballo destinados a este objeto, que consiste en incendiar el pasto y yerbas de toda la circunferencia; y como a este fin están colocados en puestos de antemano y con mechas prontas que preparan de la corteza del tascote o de la palmilla seca, es cosa de un momento ver arder a un mismo tiempo todo el círculo que se ha de batir. En el mismo instante comienzan los alaridos y algazara, huyen los animales, no hallan salida, y últimamente vienen a caer en manos de sus astutos adversarios.
Esta clase de cacería sólo se hace cuando el heno y yerbas están secos. En tiempo de aguas en que no puede incendiarse el campo, apoyan sus cercos contra los ríos y arroyos. La caza de venado y berrendo la ejecuta con la mayor destreza un indio solo; y por la excesiva utilidad que le resulta, la prefiere de continuo al ruidoso plan del ojeo, que más sirve de diversión que de conveniencia. Se viste de una piel de los mismos animales, pone sobre su cabeza otra de la clase de los que va a buscar, y armado de su arco y flechas andando en cuatro pies, procura mezclarse en una banda de ellos. No pierde golpe; mata a su salvo cuantos puede. Si huyen, corre con ellos; si se espantan, finge igual conmoción, y en estos términos hay ocasiones que acaba con la mayor parte del trozo que se le presenta.
Desde sus tiernos años tienen su escuela de este útil ejercicio los muchachos, para quienes se reserva siempre la caza de las tusas, hurones, ardillas, liebres, conejos, tejones y ratas del campo. Por medio de esta práctica adquieren la mayor fijeza en su puntería y se hacen diestrísimos en toda clase de ardides y cautelas. La caza volátil no es lo que más les interesa; sin embargo, por un espíritu sanguinario y de destrucción, matan cuantas aves se les ponen a tiro. De pocas aprovechan la carne, y ciñen su utilidad al acopio de plumas, de que hacen sus adornos y proveen las extremidades de sus flechas. No comen pescado alguno, no obstante, de lo que abundan sus ríos; pero lo matan igualmente y guardan las espinas para diferentes usos: lo que si aprecian es el castor o la nutria, por el gusto de su carne y utilidad de su piel.
Determinada una expedición ofensiva y confiado el mando temporalmente al que ha de dirigirla, eligen dentro de alguna sierra del cantón un terreno escarpado y defendido por la naturaleza, provisto de agua y frutos silvestres, en donde con una moderada escolta dejan a sus familias seguras. Salen de este paraje divididos en pequeñas partidas, generalmente a pie, para ocultar sus rastros en el camino que procuran hacer por tierra dura y peñascosa, y vuelven a reunirse en el día y punto citado, próximo al paraje que se han propuesto invadir. Para efectuarlo colocan de antemano una emboscada en el terreno que más les favorece. Despachan luego algunos indios ligeros a traer por medio de algún robo de bestias y ganado, la gente que salga en su seguimiento, a la que cargan de improviso, haciendo una sangrienta carnicería. Si alguna de las partidas hace un robo considerable antes de reunirse en el punto de concurrencia, suele contentarse de su suerte y retirarse sin concluir la expedición. Otras veces, queriendo no faltar a la cita, aprovechan las mejores bestias para su servicio, matan las restantes y se dirigen a incorporarse a los demás que por su ruta van haciendo otro tanto.
Es imponderable la velocidad con que huyen después que ejecutado un crecido robo de bestias emprenden la retirada para su país; las montañas que encuentran, los desiertos sin agua que atraviesan para fatigar a los que los persiguen, y las estratagemas de que se valen para eludir los golpes de los ofendidos.
A larga distancia dejan siempre sobre sus huellas dos o tres de los suyos montados en los caballos más ligeros, para que estos les den aviso de lo que adviertan por su retaguardia. Teniéndolo de ir contra ellos fuerzas superiores, matan todo cuanto llevan, y escapan en las mejores bestias, que últimamente vienen a matar también en el caso de que los alcancen, asegurando su vida en las asperezas de los montes. Si por las noticias de su retaguardia les consta que los persiguen fuerzas inferiores, los esperan en un desfiladero y cometen segundo destrozo, repitiendo este ardid tantas veces cuantas se las presenta su buena suerte y la impericia de sus contrarios. Cuando conocen que sus perseguidores son sagaces e inteligentes como ellos, dividen el robo en pequeños trozos y dirigen su huida por diferentes rumbos, por medio de lo cual aseguran llegar a su país con la mayor parte, a costa de que padezca interceptación alguna de ellas.
(a ser continuado la próxima semana)
Contribución de: Luis Alfonso Valdés Blackaller, en colaboración con socios Arqueosaurios ~ Arnoldo Bermea Balderas,
Juan Latapi Ortega, Francisco Rocha Garza, Oscar Valdés Martin del Campo, Ramón Williamson Bosque, y Willem Veltman.
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