Por Pablo Hiriart
El olvido que seremos
Un profundo caudal de honestidad que corre por todo el relato, humano y amoroso, sobre la vida y muerte del padre del autor, comenta Pablo Hiriart
El libro más conmovedor y bello que leí este año se llama El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (Alfaguara), por el profundo caudal de honestidad que corre por todo el relato, humano y amoroso, sobre la vida y muerte del padre del autor, un médico colombiano asesinado en los años trágicos de Medellín.
En agosto de 1987 un par de sicarios asesinó al doctor Abad Gómez, defensor de derechos humanos y académico respetado de Medellín, que el día del crimen guardó lo que narra su hijo:
“Supongo que fue en algún momento de esa mañana cuando mi papá copió a mano el soneto de Borges que llevaba en el bolsillo cuando lo mataron, al lado de la lista de los amenazados. El poema se llama Epitafio y dice así:
‘Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y que no veremos (…)
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra (…)’”.
De ninguna manera pretendo hacer una reseña del libro de Héctor Abad Faciolince, sino simplemente compartir algunos párrafos o líneas que subrayé del libro que leí en los meses que estuve como enviado del periódico en Colombia.
“Como niño yo quería algo imposible: que mi padre no se muriera nunca. Como escritor quise hacer algo igual de imposible: que mi padre resucitara…”.
“Cuando, pocos años después, los barrios de Medellín se convirtieron en un hervidero de matanzas y en un caldo de cultivo de matones y sicarios, la Iglesia ya había perdido contacto con esos sitios, al igual que el Estado. Habían pensado que dejarlos solos era lo mejor, y abandonados a su suerte se convirtieron en sitios donde, como la maleza, surgían hordas salvajes de asesinos…”.
Tomado de una carta de su padre, cuando Abad Faciolince estudiaba en Italia: “Mi adorado hijo: eso de las depresiones a tu edad es más común de lo que parece… Lo que importa es que no vayas a dejar de ser lo que has sido hasta ahora, una persona, que simplemente por el hecho de ser como es, no por lo que escriba o no escriba, o porque brille o porque figure, sino porque es como es, se ha ganado el cariño, el respeto, la aceptación, la confianza, el amor, de una gran mayoría de los que te conocen…”.
Continúa la carta: “Vivir significa muchas mejores cosas que ser famoso, alcanzar títulos o ganar premios. Creo que yo también tenía desmesuradas ambiciones en materia política y por eso no era feliz… Hay que matar esos amores a cosas tan etéreas como la fama, la gloria, el éxito”.
Dice el autor que en su adolescencia “llegué a pensar con angustia que era marica. Se lo conté a mi papá con el ánimo transido de miedo y de vergüenza, y él me contestó sonriendo con mucha tranquilidad, que era pronto para saberlo definitivamente, que tenía que esperar a tener más experiencia del mundo y de las cosas… porque uno no debía contradecir a la naturaleza con la que hubiera nacido, fuera la que fuera, y ser homosexual o heterosexual era lo mismo que ser diestro o zurdo, sólo que los zurdos eran un poco menos numerosos…”.
Agrega el autor: “Desde eso, además, no les temo tampoco a mis deseos más oscuros, y si he sentido después impulsos de atracción por objetos prohibidos, como la mujer del prójimo, por ejemplo, o por mujeres mucho menores que yo, o por las novias de mis amigos, no he vivido esas infracciones como un tormento, sino como las peticiones tercas, pero ciegas e inocentes en el fondo, de la máquina del cuerpo, que deben controlarse o no según el daño que se pueda hacer a los demás y a uno mismo”.
De otro tema. “… por fortuna (a su papá) ya no lo estaban persiguiendo en la universidad por comunista, sino si mucho por reaccionario, porque todos los felices, para los comunistas, eran en esencia reaccionarios, debido a que lo eran en medio de infelices y desposeídos”.
Reflexiona Abad Faciolince: “Cuando uno lleva por dentro una tristeza sin límites, morirse ya no es grave. Aunque uno no se quiera suicidar, o no sea capaz de levantar la mano contra sí mismo, la opción de hacerse matar por otro, y por una causa justa, se vuelve más atractiva si se ha perdido la alegría de vivir”.
En el entierro, dijo un gran amigo del doctor en el discurso junto a la sepultura: “El apego de Héctor Abad Gómez a la idea altamente humanista del credo liberal, lo había hecho flexible y tolerante cuando en Colombia ya sólo queda sitio para los fanáticos”.
Dice el autor, en otras páginas: “Es posible que todo esto no sirva para nada; ninguna palabra podrá resucitarlo, la historia de su vida y de su muerte no le dará nuevo aliento a sus huesos, no va a recuperar sus carcajadas (…), pero de todas formas yo necesito contarla. Sus asesinos siguen libres, cada día son más y más poderosos, y mis manos no pueden combatirlos. Solamente mis dedos, hundiendo una tecla tras otra, pueden decir la verdad y declarar la injusticia. Uso su misma arma: las palabras. ¿Para qué? (…) Para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo”.