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Año de 1796 – Noticias relativas a la nación apache
Por Luis Alfonso Valdes Blackaller
(Sacado del manuscrito del Teniente Coronel don Antonio Cordero)
Parte 3 de 4
Antonio Cordero fue gobernador de Coahuila en dos ocasiones entre 1798 – 1817, gobernador de Texas de 1805 – 1808, y de Sonora y Sinaloa entre 1813 – 1819. Sirvió desde muy niño en las compañías presidiales (tropas encargadas de proteger a los pobladores de las provincias), hizo por espacio de muchos años la guerra a los salvajes, sabía su lengua, y ninguno como él pudo hablar con tanto tino y tamaña exactitud.
El Manuscrito dice así: (parte 3, continuación de la semana pasada)
“A larga distancia dejan siempre sobre sus huellas dos o tres de los suyos montados en los caballos más ligeros, para que estos les den aviso de lo que adviertan por su retaguardia. Teniéndolo de ir contra ellos fuerzas superiores, matan todo cuanto llevan, y escapan en las mejores bestias, que últimamente vienen a matar también en el caso de que los alcancen, asegurando su vida en las asperezas de los montes. Si por las noticias de su retaguardia les consta que los persiguen fuerzas inferiores, los esperan en un desfiladero y cometen segundo destrozo, repitiendo este ardid tantas veces cuantas se las presenta su buena suerte y la impericia de sus contrarios. Cuando conocen que sus perseguidores son sagaces e inteligentes como ellos, dividen el robo en pequeños trozos y dirigen su huida por diferentes rumbos, por medio de lo cual aseguran llegar a su país con la mayor parte, a costa de que padezca interceptación alguna de ellas.
Concluida la expedición y repartido el botín entre los concurrentes, en cuya partición no pocas veces suelen ofrecerse disturbios, que decide la ley del más fuerte, cada parcialidad se retira a su cantón, y cada ranchería a su particular sierra o terreno favorito, a vivir con entera libertad, y sin sufrir incomodidad de nadie. Con menos preparativos y más fruto suelen hacer muchos destrozos cuatro o seis indios que se resuelven a ejecutar solos una campaña a la ligera, siendo tanto más difícil evitar los daños que cometen, cuanto a ellos les es más fácil ocultar sus rastros y penetrar sin ser sentidos hasta los terrenos más distantes, para lo cual ejecutan siempre su viaje por los breñales y peñasqueras de las sierras, desde donde se desprenden a las poblaciones, cometen el insulto con la mayor rapidez y se retiran precipitadamente a ocupar los mismos terrenos escabrosos, y continuar por ellos sus marchas, siendo casi imposible el encontrarlos.
En la ocasión que más se reconoce el valor o temeridad de estos bárbaros, es cuando llega el lance de que sean atacados por sus enemigos. Jamás les falta la serenidad, aunque sean sorprendidos y no tengan recurso de defensa. Pelean hasta que les falta el aliento, y corrientemente prefieren morir a rendirse. Con la misma intrepidez proceden cuando atacan; pero con la diferencia de que si no consiguen desde luego la ventaja que se proponen y ven contraria la suerte, no tienen a menos el huir y desistir de su proyecto, con cuya mira procuran con anticipación prever su retirada y el partido que han de tomar para su seguridad.
Una ranchería por numerosa que sea y embarazada, hace unas marchas tan violentas a pie o a caballo, que en pocas horas se liberta de los que la persiguen. No es ponderable la prontitud con que levantan el campamento cuando han percibido fuerzas superiores contrarias en sus inmediaciones. Si tienen bestias, en un momento se ven cargadas de sus muebles y criaturas: las madres con sus hijos de pecho colgados de la cabeza por medio de un cesto de mimbres en que los colocan con mucha seguridad y descanso los hombres armados y montados en sus mejores caballos; y todo ordenado para dirigirse al paraje que juzgan adecuado a su seguridad.
Si carecen de cabalgaduras, cargan los muebles las mujeres, igualmente que a las criaturas. Los hombres ocupan la vanguardia, retaguardia y costados de su caravana, y escogiendo el terreno más difícil e incómodo, verifican su trasmigración como si fueran fieras, por las asperezas más impenetrables. Sólo por sorpresa y tomando todas las retiradas se consigue castigar a estos salvajes, pues como lleguen a reconocer a sus contrarios antes de comenzarse la acción, a poca diligencia de sus pies, logran ponerse en salvo. Si se determinan, no obstante, a batirlos, es con mucho riesgo, a causa de la suma agilidad de los bárbaros y de las rocas inexpugnables en que se sitúan.
A pesar del continuo movimiento en que viven estas gentes, y de los grandes desiertos de su país, se encuentran con facilidad las rancherías unas a otras cuando desean comunicarse, aunque haya mucho tiempo que no se vean, ni tengan noticia de sus sucesos. Aparte de que todos saben al poco más o menos los terrenos en que deben residir por la propiedad de sierras, valles y aguajes que reconocen en tales y tales capitanes, son los humos correos seguros, por medio de los cuales se comunican recíprocamente. Es una ciencia el entenderlos; pero tan sabida de todos ellos, que jamás se equivocan en el contenido de sus avisos. Un humo hecho en una altura, atizado seguidamente, es señal de prepararse todos a contrarrestar a los enemigos que se hallan cerca, y han sido ya divisados personalmente o por sus huellas. Cuantas rancherías lo ven, corresponden con otro, dado en la misma forma.
Un humo pequeño hecho a la falda de una sierra indica ir buscando gente de la suya con quien desean encontrarse. Otro de respuesta hecho a media ladera de una eminencia, denota que allí está la habitación, y que pueden llegar a ella libremente. Dos o tres humos pequeños en un llano o cañada hechos sucesivamente sobre una dirección, manifiestan solicitud de parlamentar con sus enemigos, a que se contesta en iguales términos.
A este tenor tienen muchos signos generales admitidos comúnmente por todas las parcialidades de apaches. Por este mismo estilo hay también señas concertadas, de las que nadie puede instruirse sin poseer la clave. De estas usan a menudo cuando se internan a hostilizar en países enemigos. Para no detenerse en la ejecución de los humos, no hay hombre ni mujer que no lleve consigo los instrumentos necesarios para sacar lumbre. Prefieren la piedra, el eslabón y la yesca cuando logran adquirir estos útiles; pero si les faltan de esta clase, llevan en su lugar dos palos preparados, uno de sotole y otro de lechuguilla, bien secos que, frotados con fuerza con ambas manos en forma de molinillo, la punta del uno contra el plan del otro, consiguen en un momento incendiar el escombro o aserrín de la parte frotada; y es operación que no ignoran ni las criaturas.
No debe pasarse en silencio el particular conocimiento que tienen de los rastros que advierten en el campo. No solamente se imponen del tiempo que hace que se imprimió la huella, sino que se enteran de si pasó de noche o de día; si la bestia va cargada o con jinete, o suelta; si la van arreando o es mesteña, y otras mil particularidades, de lo que solo una continuada práctica y una asidua reflexión puede dar completo conocimiento. Si hieren un venado, berrendo, o cualquier otro animal, jamás pierden su rastro hasta que lo encuentran muerto o imposibilitado de andar, aunque caminen sobre sus huellas dos o tres días, y se mezcle la bestia herida con sus semejantes.
También es digno de referirse la particular desconfianza con que viven unos de otros, aunque sean parientes, y las precauciones que guardan al acercarse cuando ha tiempo que no se ven. El apache no se aproxima a su hermano mismo sin tener las armas en la mano, siempre en cautela contra un atentado, o siempre pronto a acometerle. Jamás se saludan, ni se despiden, y la acción más urbana de su sociedad consiste en mirarse y considerarse un rato recíprocamente antes de tomarse la palabra para cualquier asunto.
Su propensión al robo y a hacer daño a sus semejantes, no está limitada precisamente en razón a los que han conocido por enemigos declarados, esto es, los españoles y los comanches, sino que se extiende a no perdonarse unos a otros, pues con la mayor facilidad se ven desposeídos los menos fuertes por el más poderoso; y se encienden entre las parcialidades sangrientas conmociones, que solamente terminan cuando la causa común los une para su propia defensa.
La guerra con los comanches es tan antigua, cuanto lo son las dos naciones: la sostienen con vigor las parcialidades que les son fronterizas; esto es, faraones, mescaleros, llaneros y lipanes. Dimana su odio de que así los comanches como los apaches quieren tener cierto derecho exclusivo sobre el ganado del cíbolo, que precisamente abunda en los linderos de ambas naciones.
No es del caso aquí investigar el origen de la cruel y sangrienta guerra que de muchos años a esta parte han hecho los apaches en las posesiones españolas. Tal vez la originarían desde tiempos anteriores, las infracciones, excesos y avaricia de los mismos colonos que se hallaban en la frontera con mandos subalternos. En el día, las sabias providencias de un gobierno justo, activo y piadoso, la van haciendo terminar, debiéndose advertir que no solo no aspira su sistema a la destrucción o esclavitud de estos salvajes, si no que solicita por los medios más eficaces su felicidad, dejándolos poseer sus hogares en el seno de la paz, con la precisa circunstancia de que bien impuestos de nuestra justicia y poder para sostenerla, respeten nuestras poblaciones sin inquietar a sus habitantes.
(a ser continuado la próxima semana)
Contribución de: Luis Alfonso Valdés Blackaller, en colaboración con socios Arqueosaurios ~ Arnoldo Bermea Balderas,
Juan Latapi Ortega, Francisco Rocha Garza, Oscar Valdés Martin del Campo, Ramón Williamson Bosque, y Willem Veltman.
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