Por Pascal Beltrán del Río
La victoria cultural del crimen organizado
Hubo un tiempo en que México causaba fascinación en el resto del mundo.
Un México que se daba a conocer por sus pintores, como Diego Rivera y Rufino Tamayo; sus artistas, como Dolores del Río y Pedro Armendáriz, y sus escritores, como Octavio Paz y Carlos Fuentes.
Hoy, lamentablemente, ese México sólo existe en el recuerdo. Cuando uno viaja al extranjero, si bien le va, puede encontrarse con quien le pregunte por Hugo Sánchez o El Chicharito. Pero hay que decirlo: en estos tiempos, el mayor referente de nuestro país para el mundo es Joaquín El Chapo Guzmán.
Claro, no podemos extrañarnos, porque aquí mismo ha sentado sus reales la narcocultura. La veneración de la ilegalidad comienza en la niñez, si nos atenemos a los videos que circulan en redes sociales en los que se ve a menores de edad jugando a simular retenes, secuestros y ejecuciones con idéntica fruición a la que mostraban los de mi generación cuando organizaban el bote pateado, las coladeras y los torneos de canicas.
Como a muchos, me causó escozor la fiesta infantil que montó el futbolista Julio César Cata Domínguez, en la que los niños asistentes se caracterizaron de sicarios, portando armas de juguete, capuchas y gorras con las iniciales de El Chapo o la palabra “Chapiza”.
Cruzazulino que soy, me dolió especialmente ver al jugador con más partidos en la institución involucrado en un acto de normalización –por no decir glorificación– de la violencia criminal. El veterano zaguero debió haber recordado que es una figura pública antes de hacer partícipes a su hijo y sus invitados en semejante pantomima.
Para no seguir haciendo leña del árbol caído, debe reconocerse que ese caso se supo y se discute públicamente por la fama de El Cata, pero el problema es mucho más profundo. Y es que la aspiración a tener una vida de narco –con todo y que ya se sabe cómo terminará sus días El Chapo– ha desplazado en la mente de millones de jóvenes el deseo de prosperar mediante el estudio de una carrera o la apertura de un negocio.
Se está creando la impresión de que, para ser alguien hoy en México, hay que ser criminal. Y ésa es una desgracia para todos.
No puede uno albergar muchas esperanzas sobre el futuro del país cuando ve videos como el de un grupo de niños, que no pasaban de los ocho años de edad, ataviados con chalecos de cartón y metralletas de plástico, jugando al retén en un camino de terracería de Sinaloa.
—¿Para dónde va? –le preguntan a un conductor.
—Para el panteón –responde éste, guaseando.
—Pásele, viejo. ¡Aquí pura mayiza!
Tampoco da lugar al optimismo ver el tamaño de la base social del Cártel de Sinaloa, que se movilizó para tratar de impedir la detención y extracción de Ovidio Guzmán, El Ratón, hijo de El Chapo, el jueves pasado en Culiacán y otras ciudades del estado.
Datos oficiales indican que ese día despojaron de sus vehículos a 250 conductores, a fin de usarlos para bloquear calles. Ya puede usted imaginarse cuánta gente se necesita para llevar a cabo una operación de ese tamaño. Es de suponer que algunos sean pagados, pero difícilmente pueden estar tantos en la nómina.
La delincuencia organizada ha reemplazado al Estado en muchas de sus funciones, proveyendo de seguridad y otorgando diversos beneficios a los ciudadanos con dinero obtenido ilícitamente. Pero, peor aún, el crimen está ganado una batalla cultural.
Hoy en México no abundan los proyectos de desarrollo personal que compitan con el estilo de vida de los capos y sus sicarios. Quienes tendrían que ser el paradigma del mal se han ido convirtiendo en los héroes de la película, a los que incluso les componen corridos, como Soy El Ratón, que no faltan en muchas reuniones sociales.
Podemos discutir largamente cómo llegamos a semejante despropósito, pero lo más importante es cómo le damos la vuelta.