Por José Elías Romero Apis
Casi todas las películas con argumento histórico se basan en hechos reales. Casi todas las películas con argumento novelado se basan en hechos imaginarios.
Cuantas veces se filme un Waterloo, el vencedor será el duque de Wellington y el derrotado será Napoleón. No importa si los actores y los directores son excelentes o pésimos. No importa si el presupuesto es abundante o escaso. El productor y el escritor no tienen mayor espacio de maniobra. La realidad es una dictadora inflexible.
Por el contrario, si se hace una nueva versión de Titanic, puede jugarse con el 95% que tiene de novela. Pueden decidir que la heroína se case con el villano y que éste se vuelva bondadoso. Que el muchacho bueno también se salve, pero se vuelva villano. Que la mala madre se ahogue. O bien, que no sea una trama de amor, sino una intriga de espías, un suspenso de epidemias o un golpe de ladrones. Tienen todo el espacio que se les antoje porque la imaginación tiene libertad absoluta.
La política casi siempre es una película sobre hechos reales y no de conceptos imaginarios. Cuando ambas naturalezas aparecen en la misma mesa, en el mismo discurso o en la misma acción, sólo prevalecerá la real y la imaginaria se difuminará por fuerza del encontronazo.
La reciente Cumbre de América del Norte tuvo un amplio menú de crudas realidades y de suculentas ilusiones. Estuvieron presentes el TLCAN/T-MEC, el fentanilo, la migración, el cambio climático, la migración, la energía y hasta el panamericanismo.
El asunto del narcotráfico es más que realista y es de saludar que hay total consenso en proseguir su combate con la mayor firmeza y con la mejor cooperación. Todos tienen el realismo de considerar que el narcotráfico no se va a acabar. Que debe darse la batalla, pero que es una guerra interminable.
El asunto de la migración no es tan simple como el anterior. Tiene otras facetas que nos unen, mientras otras nos separan. Pero hay dos cuestiones donde el realismo debe imperar. La primera es que ambos asuntos están contaminados por la corrupción de las autoridades de ambos países. Las drogas y los migrantes no pasan si no los pasan, gracias a las sicas que los traficantes de narcóticos y de personas depositan en los morrales de las autoridades.
La segunda, es que aceptemos que hemos revivido la política de la recriminación, la cual había estado enterrada durante tres décadas. Ni culpar del narcotráfico a los países productores ni a los países consumidores. Unos son unos miserables que merecen la cárcel y otros son unos enfermos que merecen la clínica, pero culparnos tan sólo nos lleva a la denostación y al resentimiento. Lo mismo debemos hacer con el tráfico de personas y de armas, donde se están incoando estériles acusaciones recíprocas.
Por otra parte, parece que el realismo puede imperar en nuestras disputas comerciales. Puede ser bueno el grupo de una docena trilateral que ayude a entender que lo más importante es la confianza que sólo se logra con el cumplimiento de nuestros compromisos. Que nadie caiga en incumplimientos que los lleve a paneles internacionales y a un informal buró de incumplimiento.
Por último, la bella ensoñación de la unión panamericana. Es hermosa, pero es ingenua. A Estados Unidos no le interesa la América Latina ni le ha interesado, salvo México. Hay muchas razones que lo explicarían, pero me quedo con una sola de naturaleza histórica y, por lo tanto, real y verdadera. México y Canadá fueron los únicos países de América que estuvieron con Estados Unidos durante la Segunda Guerra.
Han pasado 80 años, muchos episodios de los buenos y de los malos y, sin embargo, eso no se les olvida ni a los estadunidenses ni a los rusos ni a los franceses ni a los ingleses ni a los judíos. Excepto México, el resto de América Latina flirteó con el Führer o se hizo la desentendida.
Ya ni modo. Ellos se equivocaron y ellos lo pagan. Así como en 1847 nosotros nos equivocamos con la Guerra de Texas y se tuvo que pagar. No hay reversa ni remake. No hay ningún lamento y sólo hay un memento. Que nunca nos volvamos a equivocar.